Columna

Una dimensión de entrega poco común

Conozco a José Luis Verdes desde siempre, y le he querido como a un hermano. Nuestra relación estaba más allá de la cercana relación entre artistas que se respetan. Fue otra cosa, una amistad que fue creciendo con el tiempo, cada uno desde sus postulados y criterios, pero con la necesidad de mostrarnos mutuamente nuestras búsquedas y proyectos.

Hace escasamente una semana que estuve en su casa, y más tarde en su estudio, viendo las obras que tenía en marcha; y hace sólo tres días que le ofrecía visitar mi exposición a puerta cerrada, solos, como tantas veces habíamos hecho con su obra y...

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Conozco a José Luis Verdes desde siempre, y le he querido como a un hermano. Nuestra relación estaba más allá de la cercana relación entre artistas que se respetan. Fue otra cosa, una amistad que fue creciendo con el tiempo, cada uno desde sus postulados y criterios, pero con la necesidad de mostrarnos mutuamente nuestras búsquedas y proyectos.

Hace escasamente una semana que estuve en su casa, y más tarde en su estudio, viendo las obras que tenía en marcha; y hace sólo tres días que le ofrecía visitar mi exposición a puerta cerrada, solos, como tantas veces habíamos hecho con su obra y la mía.

Esta misma mañana le llamaba para ir a verle, pero no di mayor importancia a la falta de respuesta. Quizá porque le vi tan entero cuando me dijo que le quedaba poca vida que aceptaba con increíble serenidad y hombría, quizá también porque yo sabía que estaba trabajando en tres de sus obras más definitivas, que tenía que terminar antes de que se le agotase la vida.

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José Luis tenía una dimensión de entrega poco corriente. Había desarrollado toda una filosofía de la vida, fundamental y necesaria para acomodo de su pensamiento y relación con las personas y cosas. Le importaba la profundidad de sus relaciones, de su trabajo -supeditado siempre a la necesidad de sus motivaciones-, de lugares y de ritos. Y precisamente en esos enredos de vida y obra, de vida y muerte, andaba metido últimamente hasta el alma, como él siempre hacía. Esas entregas y profundidad nos fueron transmitidas en su famosa obra El mito de la caverna, justamente premiada en la Bienal de São Paulo, o en tantas otras obras, fantasmales imágenes en negativo.

Decía antes que estuvimos viendo sus últimas obras, dos casi terminadas y la tercera, ya con su espacio acotado, en un estudio que había cambiado para montarlas. Extrañas obras, complejas instalaciones, quizá autobiográficas composiciones, o premoniciones de espacios opresivos, enrejadas cárceles de cristal y espejos que nos obligan a mirarnos a nosotros mismos, observados por extraños y reconocibles personajes que no sé si nos ven, pero que nosotros sí vemos.

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