Tribuna:

Las dos bocas

La red es una fuente de peligros y de satisfacciones. Un día, en Filipinas o en Barcelona, alguien que desconoces propaga un virus y tu memoria sufre instantáneamente un borrón general. Otro día, sin esperarlo tampoco, recibes un mensaje firmado con unas siglas que huelen a víricas y son benéficas. Por esta vía internáutica que manda cartas de buena voluntad he tenido en el último mes las más recientes noticias sobre la vida de la mujer afgana bajo el terror talibán, me he enterado bien de la cantidad de palos que recibieron en las escalinatas de las Cortes los manifestantes de la Deuda Extern...

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La red es una fuente de peligros y de satisfacciones. Un día, en Filipinas o en Barcelona, alguien que desconoces propaga un virus y tu memoria sufre instantáneamente un borrón general. Otro día, sin esperarlo tampoco, recibes un mensaje firmado con unas siglas que huelen a víricas y son benéficas. Por esta vía internáutica que manda cartas de buena voluntad he tenido en el último mes las más recientes noticias sobre la vida de la mujer afgana bajo el terror talibán, me he enterado bien de la cantidad de palos que recibieron en las escalinatas de las Cortes los manifestantes de la Deuda Externa y empiezo a entender una iniciativa que se llama Parlamento Ciudadano.Lo virtual -y no digamos lo móvil, sobre todo si va asociado a la telefonía y yo viajo en el mismo tren rodeado de usuarios desgañitándose- me resulta aún improbable, indeseable, pero en el caso de que interprete correctamente lo que persiguen Julio Romero y Ciro Arbós, promotores de Parlamento Ciudadano, estamos ante una nueva y seria manifestación del síndrome de fatiga del metal de la voz política. Un síndrome tan lamentable como comprensible.

"Plataforma de votación y consulta electrónica", "foros telemáticos", "comunidad virtual de ciudadanos-parlamentarios"; la futura Telépolis de los últimos libros de Javier Echevarría, poblada de aislados pero bien conectados señores del aire, se acerca cada día más al presente, y los responsables de Parlamento Ciudadano, autores de las frases de enganche que he entrecomillado, quieren sin duda aprovechar el rico potencial comunicativo de esos cosmopolitas domésticos. Pero algo más se adivina en sus cabezas: la moderna, desengañada, ingenua y aun así justificada creencia de que la política al reputado estilo parlamentarista está hoy, tras su largo paso por las cámaras altas y bajas del mundo democrático, bajo sospecha y hastío general.

"Nadie sabe lo que es bueno. Sabemos lo que sería mejor". Es un apunte de Canetti, y nos está bien empleado a los que todavía confiamos en el antiguo formato de la democracia real. Separado cada vez más de la franja ideal de las utopías, el dirigente electo que está en el poder promete, busca y administra lo bueno; pero ese bien o ese bueno vemos los ciudadanos, sus votantes, que el dirigente ha de supeditarlo o al menos acomodarlo a la estructura de partido e ideología que le llevó al gobierno, con lo cual se convierte a menudo en un hombre de doble discurso y lengua bífida. Alguien no muy distinto al distinguido político Mr. Smartest del cuento Cirugía estética (recogido en la estupenda selección de relatos breves de Apollinaire El tejido invisible y otras raras invenciones, Letra Celeste-Minúscula, Madrid, noviembre 2000), quien, habiendo perdido su nariz de un mordisco marital, aprovecha la operación quirúrgica para añadirse una segundo orificio bucal en el occipucio y poder así "hablar con sus dos bocas a la vez". Sus mítines son a partir de entonces muy rentables, ya que tiene más fácil, arengando por delante y por detrás, convencer a los unos y a los otros.

¿Y lo mejor del dicho de Canetti? Parece estar quedando relegado a las esferas virtuales de un País de Cucaña donde viven hoy muchísimos jóvenes que pasan de los políticos tradicionales y no creen en la maquinaria partidista que los promociona.

Por eso es atractiva la idea -lanzada por Parlamento Ciudadano- de que con un simple clic en el ratón tú puedas dar un voto decisivo en alguna causa con igualdad de condiciones a un remoto votante indio o albaceteño conectado también a la red. ¿Para elegir qué reino? El de la ficción, dirá el noble demócrata chapado a la antigua, y no le falta razón. Pero el mundo presente -y no digamos el que está por venir- nos obliga, nos va a obligar cada vez más, a ser un poco bífidos nosotros mismos.

Hablar en las urnas (aunque ya ven ustedes el tartamudeo que se ha liado en Florida) para que la pasable realidad de lo bueno no se detenga, y estar al quite en casa, con o sin el ordenador encendido, para soñar despiertos lo mejor. ¿Ciencia-ficción? Casi seguro. Pero ése es el género al que pertenece el cuento de Apollinaire, y para eso está el arte desde que existe: para hacernos fantásticamente mejores.

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