Tribuna:

¿Sensatez o debilidad? M. TORREIRO

La sorpresiva declaración del consejero de Cultura, Jordi Vilajoana, el pasado viernes 25, sobre el inminente acuerdo a que su departamento espera llegar en las próximas semanas ("después de las elecciones", dejó caer sin mayores especificaciones temporales) con las multinacionales cinematográficas estadounidenses vino a poner las cosas en su lugar sobre el alcance real del controvertido decreto de doblaje de películas al catalán. Una norma que desarrolla la Ley de Política Lingüística y que establece, entre otros preceptos, la obligatoriedad, so pena de sanción, de doblar o subtitular al cata...

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La sorpresiva declaración del consejero de Cultura, Jordi Vilajoana, el pasado viernes 25, sobre el inminente acuerdo a que su departamento espera llegar en las próximas semanas ("después de las elecciones", dejó caer sin mayores especificaciones temporales) con las multinacionales cinematográficas estadounidenses vino a poner las cosas en su lugar sobre el alcance real del controvertido decreto de doblaje de películas al catalán. Una norma que desarrolla la Ley de Política Lingüística y que establece, entre otros preceptos, la obligatoriedad, so pena de sanción, de doblar o subtitular al catalán el 50% de las películas comercializadas con más de 16 copias (todas las de gran recaudación, a decir verdad), una medida que afectaba ante todo a las multinacionales, aunque no sólo a ellas.Dicho en plata, lo que Vilajoana vino a reconocer fue que los desvelos de su antecesor, Joan Maria Pujals, por aplicar el decreto sometiendo su aplicación a dos postergaciones e incluso que su viaje a California para tratar allí, y no aquí, como suele ser el método habitual chez CiU cuando se ve con capacidad de forzar pactos, habían servido de bien poco. Ni siquiera ablandó el rocoso corazón de los jerarcas yanquis la candorosa, por no decir patética fotografía del vehemente Pujals junto a ¡Mickey Mouse!, una de las cimas del kitsch político catalán de los últimos años. No, los jerarcas carapálidas no están para contemplaciones ni para entender los desvelos de los jefes de una remota tribu de sus confines por brindar a sus democráticos ciudadanos la posibilidad de ver películas en lengua vernácula, un derecho que les asiste constitucionalmente, dicho sea de paso.

Y es que los jerarcas, en esto de las imposiciones, son muy suyos, y si en 1939 abandonaron Italia como medida de fuerza ante lo que consideraban intolerable, que el Gobierno mussoliniano impusiera por decreto la obligatoriedad de que fueran empresas italianas, no extranjeras, las que comercializaran las películas en suelo itálico, ahora estaban dispuestos a hacer lo mismo. O sea, abandonar el mercado catalán, antes de plegarse a leyes, cupos o sanciones, y dejarnos sin el maná de sus ficciones ejemplarizantemente universales.

Que la obligatoriedad de doblar películas por ley estaba condenada al fracaso se vio muy pronto, ya en el Parlament, cuando los portavoces del Partit dels Socialistes y de Iniciativa per Catalunya-Verds, tras votar a favor de la modificación legal, expresaron su sospecha de que no podría aplicarse. Y la certeza se obtendría más tarde, cuando el Tribunal Superior de Justicia de Cataluña resolvió suspender cautelarmente, el 6 de febrero del pasado año, las sanciones previstas por el decreto, lo que lo convertía, al menos en su vertiente cinematográfica, en mero papel mojado.

Lo de Vilajoana no es, pues, lo que parece a simple vista, el gesto de sensatez y diálogo que tanto echaron a faltar los industriales cinematográficos en ocasión de la discusión del decreto, sino el explícito reconocimiento de la incapacidad política para imponer los criterios de la coalición gobernante en la materia. Como descubrieron con pesar otros antes que ellos, los políticos de CiU se han topado con la amarga experiencia de constatar la enorme fuerza estratégica que tiene la industria audiovisual norteamericana, lo que confiere una especial prepotencia a sus jerarcas. Como recordaba hace algún tiempo Bertrand Tavernier, el cine en Estados Unidos no depende de ningún ministerio de Comercio, ni de Cultura, que no existe, sino del mismísimo Departamento de Estado. ¿Estamos seguros de que el reciente informe de la Comisión de Derechos Humanos del citado departamento sobre supuestos "problemas" lingüísticos en Cataluña, en el que se recordaba, como de paso, que el decreto ley había sido llevado ante los tribunales, no responde a los mismos intereses?

Y mientras el consejero discute sobre qué número de copias se doblará en un futuro inmediato, el cine hecho en Cataluña y hablado en catalán languidece herido de muerte y sin que, hasta el momento, los intentos por capitalizarlo hayan dado el menor resultado. En ocasión de la aprobación del decreto, diversas voces se alzaron recordando la similitud de objetivos -no de circunstancias históricas, está claro- entre el decreto y la ley con que el franquismo, en los primeros años cuarenta, obligó a doblar todas las películas extranjeras, en un obtuso intento de castellanizar a la fuerza, y que tuvo como obvia consecuencia la severa quiebra del cine español como medio masivo. Más allá de si Vilajoana obtiene o no lo que busca -que está claro que lo obtendrá, y más si es la Generalitat, es decir, el dinero de nuestros impuestos, como ocurrirá con toda seguridad, la que pague la factura del doblaje-, lo que está claro es que el cine catalán está profesionalmente bajo mínimos, y para muestra, un botón: cuando una productora catalana pretende hacer una película de gran inversión, debe ir fuera a buscar quien la lleve a buen puerto, llámese Mario Camus en el caso de La ciutat dels prodigis (1.200 millones de pesetas de coste reconocido) o Juanma Bajo Ulloa para la próxima versión de El capitán Trueno, con un presupuesto aproximado de 1.000 millones. Es éste, creo yo, el aspecto que debe hacer meditar a nuestros rectores políticos: si desean tener una industria de cine que cuente nuestras historias o si, en cambio, seguirán siendo los norteamericanos quienes nos cuenten lo que a ellos les interese, eso sí, compitiendo en el mercado bien resguardados con los dineros que doblemente les pagamos.

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