Constructor de metáforas
Los arquitectos lo juzgan ingeniero; para los ingenieros es primordialmente escultor; y entre los escultores es sólo un arquitecto. Ningún gremio acepta de buen grado el talento versátil y fecundo de este creador insultantemente precoz, que comenzó a frecuentar de niño la Escuela de Artes y Oficios, y tras graduarse como arquitecto en Valencia y como ingeniero en Zúrich expuso por primera vez como escultor en esa ciudad de la Suiza alemana, donde en 1981 había abierto su propio estudio de arquitectura e ingeniería. Al recibir a los 47 años un galardón habitualmente destinado a carreras cumplid...
Los arquitectos lo juzgan ingeniero; para los ingenieros es primordialmente escultor; y entre los escultores es sólo un arquitecto. Ningún gremio acepta de buen grado el talento versátil y fecundo de este creador insultantemente precoz, que comenzó a frecuentar de niño la Escuela de Artes y Oficios, y tras graduarse como arquitecto en Valencia y como ingeniero en Zúrich expuso por primera vez como escultor en esa ciudad de la Suiza alemana, donde en 1981 había abierto su propio estudio de arquitectura e ingeniería. Al recibir a los 47 años un galardón habitualmente destinado a carreras cumplidas, Santiago Calatrava confirma la naturaleza meteórica de su trayecto profesional, que le condujo del anonimato a una muestra monográfica en el Museo de Arte Moderno de Nueva York en menos de una década, y que se rubrica ahora con un reconocimiento biográfico alcanzado cuando su vida artística no ha cruzado aún el previsible ecuador.Arquitecto, ingeniero y escultor, Calatrava es quizás, ante todo, un constructor de metáforas, y sus características formas orgánicas o futuristas suscitan un flujo torrencial de imágenes asociadas. Huesos y alas, zarpas y colmillos, árboles y palmas son las palabras del lenguaje elocuente y oceánico que emplea para levantar catedrales luminosas como bosques de vidrio y cavernas sombrías como vientres de cetáceo, estaciones góticas de nervios de hormigón y aeropuertos que detienen el vuelo de sus cubiertas extendidas, torres que picotean el cielo y puentes que extienden sus miembros musculosos entre ribazos urbanos. A medio camino entre el surrealismo y la ciencia ficción, la locuacidad figurativa de Calatrava posee un atractivo popular que desborda los círculos minoritarios del arte de vanguardia, y que dota a su obra de una seducción juguetona, insólita y unánime.
Desde que en 1985 se diera a conocer con unas puertas de almacén que se plegaban como un acordeón lírico de aluminio, este valenciano asentado actualmente entre Zúrich y París ha sabido reconciliar el rigor técnico y la extraordinaria meticulosidad de ejecución que provienen de su formación ingenieril suiza, con la imaginación plástica y la prodigiosa intuición formal que parece obligado vincular con su origen mediterráneo.
En apenas tres lustros, Calatrava ha transitado del diseño de objetos minuciosos a la construcción de obras colosales que golpean la retina con su violencia escultórica y arcaica, y esta mudanza veloz de las escalas se ha producido sin ruptura en la continuidad esencial que enhebra en su trabajo la exactitud y la pasión. Arquitecto sin duda, ingeniero también, y escultor a la postre, el Premio Príncipe de Asturias debe repartirse hoy entre estas artes; y si es posible que ninguna de ellas lo sienta enteramente como propio, no lo es menos que el genio optimista y sensual de Santiago Calatrava es un privilegio para cualquiera de las tres.