Tribuna

La diplomacia de las cañoneras

Difícilmente puede llamarse guerra a la operación de castigo que la OTAN está realizando en la República Federal de Yugoslavia. No lo es desde el punto de vista del derecho internacional -los países de la OTAN no han declarado la guerra a Yugoslavia, ni mucho menos el Estado agredido puede permitirse el lujo de declararla a los agresores- ni la superioridad contundente de los atacantes permite hablar de conflicto bélico en el sentido tradicional de enfrentamiento de ejércitos homologables. Tampoco en el siglo pasado se llamaron guerras a las operaciones de castigo de la llamada "diplomacia de ...

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Difícilmente puede llamarse guerra a la operación de castigo que la OTAN está realizando en la República Federal de Yugoslavia. No lo es desde el punto de vista del derecho internacional -los países de la OTAN no han declarado la guerra a Yugoslavia, ni mucho menos el Estado agredido puede permitirse el lujo de declararla a los agresores- ni la superioridad contundente de los atacantes permite hablar de conflicto bélico en el sentido tradicional de enfrentamiento de ejércitos homologables. Tampoco en el siglo pasado se llamaron guerras a las operaciones de castigo de la llamada "diplomacia de las cañoneras". Si un país no cumplía con sus obligaciones, tal como las entendía la potencia europea, se enviaba un barco de guerra a sus costas y se le obligaba a entrar en razón. Cuando la Reina Victoria supo que, pese a que Bolivia no hubiese pagado sus deudas, no cabía mandar a la Marina de guerra, porque era un país sin costas, decretó que Bolivia no existía. Lamentablemente para la tecnología militar de nuestros días no hay ya Bolivias inalcanzables. El que este tipo de operaciones militares no sean guerras, en un sentido convencional, explica que los argumentos jurídicos de los bandos contendientes sean harto cuestionables. Yugoslavia, al ratificar su disposición a dialogar con los insurgentes sólo dentro del orden constitucional vigente y respetando la soberanía del Estado yugoslavo en todo el territorio nacional, se remite al derecho internacional y a la noción de soberanía y, aunque desde esas dos perspectivas lleve toda la razón, la soberanía del Estado en un mundo globalizado, y el derecho internacional en uno en el que ha quedado una sola potencia militar hegemónica, se encuentran en una crisis letal.A su vez los albanokosovares apelan a un derecho de autodeterminación que incluye el de recurrir a la violencia armada para conseguir su objetivo, la independencia; justamente lo que la comunidad internacional entiende por terrorismo que define como el empleo ilegal de la violencia sobre las personas o las cosas para obtener un objetivo político o social. El uso de la fuerza armada contra los que han de considerarse "terroristas" se ajusta a derecho, aunque, teniendo en cuenta que una buena parte de la población albanesa valora positivamente al que llama "Ejército de Liberación de Kosovo", que dispone de evidentes apoyos internacionales, pudiera haber sido contraproducente. Una guerra civil, máxime con un sustrato étnico y adobada con el nacionalismo más cerril en ambos bandos, es ciertamente el caldo de cultivo de los mayores crímenes contra la humanidad.

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Los agresores, por su parte, apelan a un deber de humanidad que les obligaría a intervenir para evitar un genocidio, pese a que la intervención aumenta las probabilidades de que se produzca. Invocan un derecho natural, aplicable por encima de todos los derechos positivos, cuando el objetivo es salvaguardar los derechos humanos. Las operaciones militares que tuviesen por finalidad proteger los derechos fundamentales de las personas, estarían justificadas por sí mismas, al ser expresión de la justicia, sean cuales fueren las normas del derecho positivo. Al contraponer la justicia al derecho -incluso vuelve a manejarse la ominosa noción de "guerra justa", que había dejado caer hasta la vieja moral católica- nos hace retroceder al pensamiento premoderno: el mundo medieval fundamentaba el poder político en una noción de justicia que administraba la Iglesia; mientras que el Estado moderno, lo hace en el derecho. Hobbes ya puso de manifiesto que nada tan subjetivo como la noción de justicia que cada cual maneja a su antojo para legitimar sus intereses, y que, por tanto, si queremos escapar a la guerra de todos contra todos que resultaría del empeño de cada cual de imponer por la fuerza su idea de justicia, no queda otro instrumento de pacificación que el respeto al derecho vigente. La ley positiva parece justa a los que les favorece y, desde luego, injusta a los que les perjudica, pero al menos tiene la virtud de crear un orden estable, al saber a qué atenernos. Justamente, en este trastrueque del derecho por la justicia se ocultan intereses y objetivos nada claros de las potencias atacantes.

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