Tribuna:

Dioses y monstruos

A finales de esta semana, enésima sesión de la horterada universal de los Oscar. Mucha gente iniciará, dentro de unas cuantas, otra noche de las de no dormirla, aunque reconcilia con el buen gusto la creciente cantidad de ecos de deserciones a mitad de camino que produce el tedioso spot revestido de show publicitario (no es otra cosa: el cine, el que aporta algo a la evolución de su lenguaje, es el último mono de la jungla de esa tienda) avalado por la Academia de Hollywood. Puedo recordar, porque es la única, la noche que soporté la paliza hasta el final. Fue el año de ...

Suscríbete para seguir leyendo

Lee sin límites

A finales de esta semana, enésima sesión de la horterada universal de los Oscar. Mucha gente iniciará, dentro de unas cuantas, otra noche de las de no dormirla, aunque reconcilia con el buen gusto la creciente cantidad de ecos de deserciones a mitad de camino que produce el tedioso spot revestido de show publicitario (no es otra cosa: el cine, el que aporta algo a la evolución de su lenguaje, es el último mono de la jungla de esa tienda) avalado por la Academia de Hollywood. Puedo recordar, porque es la única, la noche que soporté la paliza hasta el final. Fue el año de Sin perdón y porque me sentía tan concernido por esta película, una de las cumbres del cine moderno, que mi huida al sueño fue inútil y tuve que volver a abrir el televisor hasta ver a Clint Eastwood ganador, lo que, dicho de pasada, fue una astuta golfada de los gremios californianos, porque su genial obra pasó casi inadvertida en su país y la tal Academia no apostó ni un maldito dólar por ella hasta que se estrenó, con arrollador reconocimiento, en Europa, alguien allí tomó nota de aquí, la película se reestrenó en EE UU y la ceguera inicial se quedó sólo en miopía.Recuerdo (dije que la pasé en vela) que esa noche fue considerada mejor película extranjera la hueca pretenciosidad francesa Indochina, a costa de la sobria y magnífica Urga de Nikita Mijalkov y, sobre todo, de la eliminación previa por (así de desvergonzado) razones de partida de nacimiento (fue elegida inicialmente, pero los mandamases de la Academia arguyeron que no sabían si era una producción argentina o uruguaya y ante tan mortal pecado de identidad original la quitaron de un manotazo del quinteto las candidatas) de Un lugar en el mundo, aquella hermosa película de Adolfo Aristarain, que contenía un conmovedor testamento de los hombres de la izquierda argentina que sobrevivieron al exterminio de los militares genocidas. Y quizás fue el descaro de esta fechoría de la caverna académica (no descaminada, si se tiene en cuenta la sublevada mirada de aquel incombustible celuloide político) lo que me quitó las ganas de dormir. Desde entonces, no es que haya dejado a medio ver otra de estas noches de anticine, escaparate y pasarela, sino que nunca volví a comenzar y engancharme al trago de la pócima televisiva de lujo que ofrece. Pero me temo que mi saludable racha sólo durará hasta la noche que viene, porque en ella vuelve a dirimirse allí algo que creo de gran relevancia en el cine actual y merece la pena que la curiosidad aflore y se sostenga bajo el castigo insomne. Compiten, en el capítulo relativo al mejor actor, los dos a mi juicio (y no sólo al mío) más eminentes, y distintos en escuela y formas, que existen. Y compiten por las que no es arriesgado considerar sus mejores, más hondas, complejas y exquisitas actuaciones ante las cámaras. Hablo del estadounidense Nick Nolte, por su milagro de Aflicción, filme al que por desvergüenza o por incompetencia (o por ambas cosas) le ha sido negado sitio en la opción al oscar a la mejor película; y del británico Ian McKellen, por su milagro de Dioses y monstruos (excepcional obra que ha sido también echada de la misma máxima opción).

Me trae sin cuidado, porque carece de la menor relevancia artística, el resto del reparto de estatuillas de plomo adecentado con chapa dorada (hipocresía metálica hecha símbolo involuntario de la actual política hollywoodense), pero la opción entre las plenitudes de Nick Nolte y de Ian McKellen (genios de su oficio que ahora, con Toshiro Mifune muerto, no tienen quién les haga sombra en hondura, precisión y gamas de registros interpretativos) secuestra mi curiosidad. Y con el añadido de que el gremio californiano ha de definirse, y de que de su definición pueden salir indicios de pringue si el oscar es desviado de las manos de Nolte o McKellen, dioses y monstruos de su oficio, a otras de otros ingenios menores. Por lo visto el favorito es Tom Hanks (buen cómico, pero galaxias por debajo de donde vuelan sus dos contrincantes) y, si el favor se cumple, la evidencia de pringue acádémico será inevitablemente otro, uno más, ejercicio de escobazo hacia dentro, porque tanto el filme de Nolte como el de McKellen les han caído a los dueños de la Academia desde fuera de casa.

Toda la cultura que va contigo te espera aquí.
Suscríbete

Babelia

Las novedades literarias analizadas por los mejores críticos en nuestro boletín semanal
RECÍBELO

Archivado En