UN MAESTRO DE LAS SOMBRAS ESCÉNICAS

Brook: "Querría que no me recordaran para nada"

El director de escena más admirado de este siglo es bajito, tiene la mirada incisiva y risueña de Charles Chaplin y unos ojos de intenso azul. De ellos se dice que tienen el poder de ver más allá de la realidad. Peter Brook está en España. Se paseaba anoche por el casco viejo de Santiago de Compostela, ciudad a la que ha acudido con dos de sus últimos espectáculos: Je suis un phénom-ene, montaje basado en un texto del neuropsicólogo ruso Luria, y Días felices, de Samuel Beckett. En ambos, como en todos sus trabajos, Brook trata de huir del aburrimiento, un sentimiento que según él se conoce a ...

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El director de escena más admirado de este siglo es bajito, tiene la mirada incisiva y risueña de Charles Chaplin y unos ojos de intenso azul. De ellos se dice que tienen el poder de ver más allá de la realidad. Peter Brook está en España. Se paseaba anoche por el casco viejo de Santiago de Compostela, ciudad a la que ha acudido con dos de sus últimos espectáculos: Je suis un phénom-ene, montaje basado en un texto del neuropsicólogo ruso Luria, y Días felices, de Samuel Beckett. En ambos, como en todos sus trabajos, Brook trata de huir del aburrimiento, un sentimiento que según él se conoce a través de la experiencia: "Y para adquirirla hay que ir mucho al teatro", dice. Para dejar las cosas claras desde el principio, lo primero que dijo nada más enfrentarse a la prensa fue que se sentía como Clinton, a pesar de que en torno a este septuagenario británico, afincado en París hace décadas, giran muchas cosas menos las que acechan estos días al presidente de los Estados Unidos. El director teatral y cinematográfico se refería a que todos los micrófonos, todas las fotos y todos los honores recaían en él: "Es un malentendido, porque mi trabajo se enmarca dentro del Centro Internacional de Investigaciones Teatrales, una especie de laboratorio en el que todos trabajamos conjuntamente, por lo que el resultado pertenece a todos", dijo Brook, quien por otra parte acepta que las cosas son como son son y que en la colectividad en la que él se encuentre la proyección y atracción de su figura fagocitará otras muchas cosas: "Somos realistas y pragmáticos y por eso nos conformamos con las circunstancias".

Unas circunstancias que, a partir de ahora, compartirá con Stephan Lissner, al que ha nombrado codirector de su proyecto parisino en el que se enmarca su compañía, Théatre de Les Bouffes du Nord.

Brook, que ha traído a España muchos de sus montajes en los últimos quince años, fecha en la que se pudo ver su inolvidable Mahabharata, no cree que el idioma sea una barrera para el espectador: "Hay mil cosas que conforman cada representación, y es cierto que la palabra es importante, pero sólo es un elemento más. Hay otros 999 en los que recrearse y disfrutar. Lo importante es la sensación que se despierta en cada uno de los espectadores. Cuando la lengua o los subtítulos son una dificultad, hay que dejarse llevar por otros detalles, como la música, el gesto, el movimiento".

Je suis un phénomen es el último montaje teatral del director, que ha coescrito el texto junto a Marie-Hélene Estienne, con la que lleva años trabajando.

Ambos han partido del libro Una memoria prodigiosa, de Alexander Luria, en el que se desarrolla una investigación clínica sobre el caso de un paciente cuya memoria era inabarcable. Je suis un phénomene, que permanecerá en el Cine Capitol, de Santiago, hasta el próximo día 21, acudirá a Madri dentro del próximo Festival de Otoño. Tras este espectáculo, Brook ha estrenado en el Festival de Aix la ópera Don Juan, de Mozart, que no vendrá a España. Días felices es una puesta en escena del pasado año (visitó fugazmente el Festival de Sitges) y ofrece como curiosidad que es el primer Beckett que lleva a escena Brook, a pesar de ser un autor que admira profundamente. Como actriz protagonista de este difícil monólogo ha elegido a su mujer, la actriz Natasha Parry.

Brook tiene ciertas similitudes con el autor irlandés ganador del Premio Nobel. Ambos huyeron del Reino Unido; los dos eligieron París para desarrollar su trabajo; tanto Brook como Beckett utilizan el desasosiego, al que consideran fuente de vida, para crear; ninguno de ellos es capaz de juzgar, premiar o castigar al género humano o a algunos de sus representantes porque sean proclives al vicio o a la virtud, y sobre todo no aceptan las florituras ni los adornos para narrar las cosas, uno desde la palabra y otro desde la imagen escénica.

"Pienso que nunca hay que intentar llegar más allá del extremo para encontrar puntos en común entre dos personas, pero lo cierto es que estas coincidencias entre él y yo son fundamentales", dice Brook, que ofrece una clave para entender

Días felices: "Todos vivimos una ilusión y el primer paso hacia una realidad sería destruir la ilusión, lo que supondría emprender el camino hacia una dirección determinda, ya que se trataría de encontrar la realidad positiva que está detrás de la ilusión, de manera que uno no se quede estancado en los aspectos negativos, en la autocompasión, en una especie de masoquismo... Porque, si miras el lado oscuro de la naturaleza humana, sólo encuentras el placer por la alegría de observar el lado malo de lo ajeno, la recreación en la negatividad, pero esta obra toca algo que encontramos en la tragedia griega". "Días felices es una escenificación contemporánea de la tragedia griega en la que una mujer muestra todo lo absurdo de su vida contitidiana", añade Brook, que enfrenta la obra a otras fundamentales de Beckett, como Esperando a Godot y Final de partida. Cree que en ellas también habla de lo absurdo de la condición humana, pero que Beckett no va tan lejos como en Días felices: "Los espectadores de la tragedia griega no dejaban el espectáculo con la sensación de que querían colgarse del próximo árbol, sino con la sensación de que había una luz al final del túnel, y eso lo encontramos aquí".

Brook reniega así de varias etiquetas beckettianas, como nihilista, preexistencialista o creador del vacío. "Con Beckett hubo un tremendo malentendido, como con toda persona que es novedosa y creativa. Todo el mundo lo consideró negativo, y en la época de Sartre era considerado el poeta del negativismo, pero con la distancia se ve que eso no es cierto.

Como en las fotografías, el negativo existe para transmitir toda la parte positiva y real de algo", afirma Brook, quien conoció personalmente a Beckett y no le vió "nada austero, sino alegre, de buen reir, lleno de amigos, fumador, bebedor y vitalista". Como muchos otros, Brook también piensa que el autor irlandés era una arista, un saliente de Shakespeare, dramaturgo al que nadie como Brook ha conocido, al igual que a Chéjov. "Los tres se han movido en un intento apasionado de mirar más allá de la fachada del ser humano y sobre todo de mirar más allá de sus propias convicciones para contar la realidad, algo que es verdaderamente difícil para cualquier persona, para cualquier artista, porque todos intentan expresar su propia visión de las cosas, pero ésta es limitada.... Ellos han sobrevivido a su muerte".

Brook es un artesano de lo efímero muy consciente de eso. Prueba de ello es que cuando se le pregunta cómo le gustaría ser recordado, afirma rotundo: "Querría que no me recordaran para nada, eso es algo que he discutido mucho", dice mirando de reojo con gesto de complicidad a Marie Hélene Estienne, a la que tiene cerca.

Cuando se le recuerda que él trabaja en algo que no va a desaparecer en 10 o 50 años, sino a lo mejor esta misma noche, dice: "Eso espero, no debe haber nada más trágico que al final de toda una fructífera vida solo quede de tí un aeropuerto que lleve tu nombre, eso debe ser terrible". También habla de una de sus mayores obsesiones y preocupaciones a la hora de abordar cualquier trabajo, por nimio que pueda parecer: el aburrimiento, del que huye pavorosamente. "Lo que pasa es que el aburrimiento sólo puede ser definido a través de la experiencia, y para tener esa experiencia uno tiene que ir mucho al teatro", afirma. Él, por si acaso, procura condensar mucho sus espectáculos, buscando la esencia, incluido el Mahabharata. que duraba diez horas. "He reducido un espectáculo de seis meses de duración a menos de un día", explicó entonces.

En cuanto a la hipotética función social del teatro, dice que por encima de todas está la de no intentar cambiar la sociedad: "Solamente un loco podría creer que unas cuantas personas representando una obra de teatro pueden cambiar la sociedad... Ësa ha sido la gran trampa política del teatro. Si la gente que va al teatro después de ver la representación se siente mejor, ese montaje está cumpliendo una función social; si se siente peor o más deprimida o ansiosa, eso sería una función antisocial. Lo cual no es poco".

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