Tribuna:

Cuestión de público

La habilidad que algunos de los grandes directores de escena de nuestros días tienen para simultanear con acierto la ópera y el teatro parecía haber dejado aparcado en el desván un combate dialéctico de hace un par de décadas alrededor de si «la ópera, es decir, el teatro», o si «el teatro, es decir, la ópera», que Giorgio Sthreler y sus afines convertían en un efervescente intercambio de ideas desde las plataformas comunitarias del Teatro de Europa y sus publicaciones. Georges Banu ha puesto en cuestión recientemente todos los intentos de convergencia, afirmando en el último número -mayo-agos...

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La habilidad que algunos de los grandes directores de escena de nuestros días tienen para simultanear con acierto la ópera y el teatro parecía haber dejado aparcado en el desván un combate dialéctico de hace un par de décadas alrededor de si «la ópera, es decir, el teatro», o si «el teatro, es decir, la ópera», que Giorgio Sthreler y sus afines convertían en un efervescente intercambio de ideas desde las plataformas comunitarias del Teatro de Europa y sus publicaciones. Georges Banu ha puesto en cuestión recientemente todos los intentos de convergencia, afirmando en el último número -mayo-agosto 98- de Accents, editado por el Ensemble Intercontemporain de París, que «la ópera no podrá jamás igualar la libertad del teatro», en un artículo sobre el espacio teatral que abre casi un monográfico dedicado a tan apasionante tema.Banu es director artístico de la Academia experimental de teatros de Francia, y llega a tan punzante advertencia después de recrearse en analizar espacios teatrales y operísticos como los de Peter Brook para Carmen , Ronconi para El viaje a Reims, de Rossini, y, en fin, por no alargarme demasiado, las experiencias de Mnouchkine, Living Theatre, Sellars, Aperghis, Goebbels y otros. Los que tienen cada día más claro que el espacio es determinante para la elaboración de la música son los compositores de hoy, desde el pionero Mauricio Kagel hasta el portugués Emmanuelle Nunes, autor de un denso ensayo en la publicación citada más arriba, y a la tendencia en alza se apuntan los más jóvenes, desde Philippe Manoury hasta el nigeriano Hanspeter Kyburz, compositor requerido ahora por su brillantez y originalidad hasta en el último rincón del planeta, y del que se pudo escuchar en el Teatro Central de Sevilla su Danza ciega (1997), en la última visita en febrero del Klangforum de Viena a la capital hispalense. De hecho, Manoury y Kyburz compartieron sus últimos estrenos en mayo en la Cité de la Musique, de París, con el juego del espacio como motivo unificado. El paso siguiente en esta perspectiva musical -o teatral de la música- es comprobar hasta qué punto los espacios del sonido crean una identificación emocional con el público que acude a esas citas o, en un sentido más amplio, por qué en unos lugares el público es frío y en otros cálido, y en qué proporción eso depende del ambiente sociológico o de las salas en sí. No es cuestión de que se aplauda más o menos. Acabo de ver en la Volksbühne de Berlín la corrosiva visión que Christoph Marthaler y el Klangforum de Viena han hecho de La vis parisienne, de Offenbach, y les puedo asegurar que el público (de todas las edades, aunque con predominio juvenil) vivió con una intensidad escalofriante toda la representación, sin que al final hiciese salir a saludar a los artistas. De lo que no había una sombra de duda era de la complicidad permanente entre escenario y sala.

Otra variación dentro del tema. En la reciente Ifigenia en Táuride, con Pina Bausch, del Teatro Real, la recepción del público en la premiére fue glacial, comparada, por ejemplo, con la que tuvo lugar en el Festival de Edimburgo. El espectáculo era el mismo, e incluso lucía más en Madrid por las dimensiones del escenario. Sin embargo, la temperatura de la sala no alcanzó idéntica ebullición ni de lejos. Cada público tiene, evidentemente, el derecho a manifestarse como le dé la gana, pero sorprende por lo insólito que en algunos ciclos musicales madrileños se tose con una frecuencia escandalosa y se abandona la sala al concluir los conciertos por determinados sectores a unas velocidades de Fórmula 1. ¿Es cuestión de los espacios arquitectónicos, de concentración de los asistentes, de experiencia cultural o es, simplemente, una casualidad o una forma original de reacción ante lo que se ha vivido? Compleja cuestión, que no estaría de más que alguna institución solvente analizase con rigor y ecuanimidad. Las conclusiones pueden ser sorprendentes. En una época en que reivindicar el teatro, la ópera y la música culta es un signo de reconstrucción cultural, cualquier nueva contribución al conocimiento sobre el oficio de escuchar siempre será bien acogida.

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