Tribuna:

¿Debe Europa pactar con Massachusetts?

La idea de un nuevo mercado transatlántico enhebrada por la Comisión Europea ha recibido mil misiles. Entre las críticas a este plan que pretende diseñar un cuasi-mercado común entre la Unión Europea (UE) y EE UU, que supondría una amplia zona de libre cambio -excluidos los sectores agrícola y audiovisual-, destaca el temor a la invasión de aceros y textiles ajenos.Ese proteccionismo de mala laya aflora ante toda apertura. Nunca aprendió que la razón histórica estaba con el librecambista Laureà Figuerola en vez de con el negrero Güell i Ferrer, y así España perdió medio siglo y l...

Suscríbete para seguir leyendo

Lee sin límites

La idea de un nuevo mercado transatlántico enhebrada por la Comisión Europea ha recibido mil misiles. Entre las críticas a este plan que pretende diseñar un cuasi-mercado común entre la Unión Europea (UE) y EE UU, que supondría una amplia zona de libre cambio -excluidos los sectores agrícola y audiovisual-, destaca el temor a la invasión de aceros y textiles ajenos.Ese proteccionismo de mala laya aflora ante toda apertura. Nunca aprendió que la razón histórica estaba con el librecambista Laureà Figuerola en vez de con el negrero Güell i Ferrer, y así España perdió medio siglo y los catalanes siguen acarreando injustamente el sambenito antiliberal. Ni aprendió tampoco de enseñanzas recientes. Hace un decenio proliferaban los lamentos contra la deslocalización industrial. Hoy, el millar de industrias españolas instaladas en Marruecos generan prosperidad para ambas riberas, consolidan empleos -¿aunque en menor número?- de más calidad en la Península y aseguran intereses geoestratégicos al inducir un crecimiento (insuficientemente) disuasor de emigración. Sucedió en España y en toda Europa.

El síndrome proteccionista es el mal reflejo. Las críticas fundadas vienen de otros lados. Antes de formularlas conviene destacar que el proyecto -¿o sueño?- de sir Leon Brittan, asumido a regañadientes por la Comisión, exhibe elementos sugestivos. El principal es que una liberalización comercial ordenada abre mercados a las empresas europeas y genera crecimiento. Ahí está la liberalización del tráfico aéreo, mejor hecha por Europa (más segura, escalonada y sin quiebras) que por Ronald Reagan (el mal ejemplo salvaje: con accidentes, brusquedad y cierres de compañías); o la de las telecomunicaciones en curso. Bruselas calcula que el nuevo mercado generaría un crecimiento añadido de un punto del PIB comunitario, unos 125.000 millones de ecus, casi 21 billones de pesetas. No es poco.

Hay otros beneficios posibles en la iniciativa. Políticamente, es la primera vez que la UE toma la delantera a EE UU formulando propuestas de largo alcance y no meramente defensivas ¡en el terreno propio de Washington, la liberalización comercial mundial!

Haz que tu opinión importe, no te pierdas nada.
SIGUE LEYENDO

Auxilia además al amigo americano Bill Clinton a superar el cerrojo republicano-aislacionista, que le ha prohibido el fast-track (firma de acuerdos comerciales sin pasar por el Congreso) y le impide pagar su cuota a la ONU, provocando el descrédito y el ridículo de su país. Y se lanza en un momento en que el socio transatlántico exhibe puntos débiles derivados de sus reiterados fracasos internacionales: en reactivar el proceso de paz en Oriente Próximo, en levantar la APEC, en obtener credibilidad medioambiental en Kyoto o en convencer de sus tesis sobre Irak. No es lo mismo negociar con un prepotente que con un igual.

Los liberal-conservadores europeos como Brittan asumen además con esta propuesta que el regionalismo abierto de la UE -la cooperación reforzada con otras regiones- era, y es, un buen modelo sobre el que hacer avanzar el multilateralismo. Su razonamiento de que un pacto de sangre entre Bruselas y Washington debe prefigurar e impulsar la nueva ronda comercial es, aunque quizá utópico, útil. Se hace así unánime en Europa la convicción de que el enemigo del multilateralismo representado por la OMC (Organización Mundial del Comercio) nunca fue ese "regionalismo", como sostenía no hace tanto el propio Brittan, sino el "unilateralismo" de EE UU, frecuentemente plasmado mediante la imposición unilateral de normas domésticas exorbitantes y extraterritoriales: véase la ley Helms-Burton contra Cuba.

El gran drama del proyecto es que probablemente sea imposible. Primero, porque Washington es renuente a negociar cualquier paquete que no incluya a los sectores agrícola y audiovisual. Algo a lo que a su vez la UE se niega, porque carece de un enérgico dueto al estilo Jacques Delors-Margaret Thatcher apto para desencastillarse del cada vez más discutible proteccionismo agrario, como parcialmente inició esta contradictoria pareja.

Segundo, porque, lógicamente, la condición inexcusable para poner en práctica la completa liberalización industrial entre la Unión Europea y Estados Unidos en el año 2010 que se propone es que a ambos socios se les añada una masa crítica de países, imitando sus logros y concesiones; en caso contrario, el resto se apuntaría a las ventajas -gracias a la cláusula de nación más favorecida por la cual todo contratante de la OMC se beneficia automáticamente de las concesiones ajenas- sin quedar constreñido a ofrecer concesiones propias. Un símbolo: Japón seguiría sin dejar entrar un grano de arroz extranjero. Más que un símbolo, ¿puede hablarse de masa crítica en el sistema comercial internacional para dentro de 12 años sin contar con China? ¿Y acaso es previsible que Pekín se apuntase a ese carro? ¿Y Rusia?

Y, en tercer lugar, resulta improbable, porque la propia UE a duras penas sería capaz de manejar seriamente un proyecto de esta envergadura en los próximos años. Carece de energías suficientes para dispersarse mucho respecto de sus tareas centrales, la unión monetaria y la ampliación hacia el Este. Eso sin contar con la relativa debilidad política actual del Ejecutivo comunitario, el desfallecimiento de la locomotora franco-alemana y los enfrentamientos que suscita toda discusión de un paquete presupuestario plurianual, en este caso el del período 2000-2006.

Añádase a ese retablo la constatación de que la hora mundial no la marcan hoy las agujas de una liberalización sin atributos. Más bien algunos de los efectos contraproducentes de la mundialización reclaman con insistencia la fijación de reglas de juego que organicen el mercado y el establecimlento de instituciones independientes o la ampliación de sus competencias y recursos (caso FMI). Es la hora, en todo caso, si no del regreso al intervencionismo galopante o al proteccionismo temeroso, sí del acento en un liberalismo urbanizado que peine los flecos despeinados por el liberalismo salvaje. ¿Es seguro que una negociación con Estados Unidos, dado su mayor poder político, no erosionará los contrapesos institucionales europeos?, ¿que no perjudicará el alto grado de integración del Viejo Continente?, ¿que no abocará a armonizar por abajo, en lugar de expandir el sistema de reglas más perfeccionado de la UE? La política de competencia comunitaria es más dura y benéfica que la norteamericana, como demostró el caso Boeing; las ayudas

Pasa a la página siguiente

Viene de la página anterior

públicas están allí menos sujetas a filtros.

Si todos esos pronósticos se revelasen exagerados, quedan otros serios dilemas por resolver. Ante todo, una negociación honesta exigiría la abrogación previa de las leyes extraterritoriales (Helms-Burton, Kennedy-D'Amato), porque, mientras Europa admite religiosamente la autoridad de la OMC, Washington la desafía cuando conviene. Si se trata de ahondar en la perspectiva OMC, antes hay que exigir conductas simétricas. Y quizá practicarlas: ¿por qué la UE regaló la vía del consenso al socio norteamericano en el asunto Helms-Burton obviándole una derrota en Ginebra y no le ha exigido igual trato en los paneles o tribunales arbítrales del plátano y la carne hormonada? ¿Con ese mismo entreguismo de cabeza gacha acudirá Europa a forjar el nuevo pacto?

Tampoco queda claro que un acuerdo entre los grandes no perjudique a los socios tercermundistas a los que la Unión otorga preferencias aduaneras, o que no los aleje de los pactos ya firmados -si sus contenidos se generalizan- o que no provoque desvíos de tráfico.

Ni siquiera es seguro que Washington sea un socio fiable. En EE UU se critica acerbamente la dispersión de las decission-makers europeas, la multiplicidad de sus instituciones y protagonistas. OK. Pero el caso es que cuando la Unión firma un tratado comercial -sola o con el concurso de sus Estados miembros- lo cumple a rajatabla. El Gobierno federal norteamericano carece de competencias suficientes para comprometerse en este ámbito mucho más allá de lo que hasta ahora ha hecho, Los Estados federados campan por sus respetos: ¿saben que Massachusetts, por ejemplo, tiene decretado un embargo comercial contra Birmania por su vulneración de los derechos humanos?

Archivado En