Tribuna:

Unidos por la desunión

Con ocasión del escándalo social producido por una actitud Inhóspita del Ayuntamiento milanés, se preguntaba hace unos meses Umberto Eco: "¿Qué debe hacer el intelectual si el alcalde de Milán niega hospitalidad a cuatro albaneses? Es tiempo perdido si se le recuerdan algunos principios inmortales porque, si no los ha a1milado a su edad, no cambiará de idea leyendo un llamamiento. En este punto, el intelectual serio deberá trabajar para escribir de nuevo los textos escolares sobre los que estudiarán los descendientes de ese alcalde, y eso es todo lo que se le podría pedir. Y lo mejor". Adaptem...

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Con ocasión del escándalo social producido por una actitud Inhóspita del Ayuntamiento milanés, se preguntaba hace unos meses Umberto Eco: "¿Qué debe hacer el intelectual si el alcalde de Milán niega hospitalidad a cuatro albaneses? Es tiempo perdido si se le recuerdan algunos principios inmortales porque, si no los ha a1milado a su edad, no cambiará de idea leyendo un llamamiento. En este punto, el intelectual serio deberá trabajar para escribir de nuevo los textos escolares sobre los que estudiarán los descendientes de ese alcalde, y eso es todo lo que se le podría pedir. Y lo mejor". Adaptemos ahora este sensato dictamen del maestro Eco a nuestro país. ¿Qué debe hacer el intelectual si numerosos jóvenes del País Vasco consideran perros invasores a gran parte de sus conciudadanos, si los mossos d'esquadra creen que Madrid es la capital de un país vecino, si castellanos viejos consideran peligrosos alborotadores a quienes hablan en catalán y vascuence mientras los jóvenes canarios no estudian los dinosaurios o el ferrocarril por ser entidades foráneas a la peculiaridad isleña? Es inútil que se les prediquen en abstracto las santas virtudes de la tolerancia, la objetividad y el cosmopolitismo cuando aparecen los crímenes o disparates, porque sin duda desde mucho antes se les está condicionando propagandísticamente en sentido opuesto. Lo único serio que intelectualmente puede hacerse es reescribir los textos escolares que se estudiarán mañana, hacer lo institucionalmente posible porque resulten vigentes... y cruzar los dedos.No faltan, desde luego, objeciones muy razonables contra el plan de reforma de las humanidades propuesto por el Ministerio de Educación, tanto en la forma de instrumentarlo como en su metodología y en algunos de sus contenidos. Que tales críticas se hayan formulado es necesario y loable. Pero aún más objetables me parecen las censuras que no parten de la constatación de que un plan semejante, aunque sin duda más consensuado y mejor formulado, resulta ya imprescindible. Sobre todo porque ciertas disciplinas llamadas humanistas, como la historia, tienen repercusíones no sólo políticas, sino de convivencia social que sería culpablemente suicida pasar por alto. Algunos hubiésemos querido que al menos el PSOE (dejo de lado por irremediable a IU: se puede ser más malo, pero no más tonto) hubiera hecho menos aspavientos para confimar su papel de oposición y señalase también, junto a las debidas pegas al proyecto, la cuestión de fondo perfectamente razonable que le subyace. Porque la sospecha lamentable que tenemos es que hoy no se está educando en España para la convivencia pluralista, sino para 17 formas de autismo divergente, cuando no de antagonismo intraestatal. Es lástima que se deje exclusivamente en manos de la derecha el justificado propósito de remediar en la medida de lo posible esta situación.

Aunque no debería ser ni mucho menos el único tema a debatir, el encrespamiento en tomo al proyecto se ha centrado en la cuestión de la enseñanza de la historia, que ha sublevado los ánimos nacionalistas. Nada más natural, dado que los nacionalistas viven de contar historias -como ha señalado muy bien Jon Juaristi en su magnífico libro El bucle melancólico- y por tanto le temen a la historia más que a un nublado. Admitamos que algunos de sus recelos estén justificados, escarmentados por una visión demasiado centralista o castellanocrática de un pasado colectivo que tantas veces se ha cantado en tono de fanfarria "por las rutas imperiales", silenciando cuanto desagradaba. Pero, entonces, ¿por qué no pedir mayor participación en el establecimiento de esa necesaria visión unificada de la memoria en lugar de descalificar de antemano cualquier pretensión de memoria "común", cualquier mínimo común denominador compartido? ¿Por qué la pretensión unitaría" tiene que ser "uniformizadora" o "unilateral"? ¿En qué se opone ese proyecto a la democrática pluralidad cultural del país? Es evidente que si no se acepta una unidad básica tampoco cabe hablar de "pluralidad" en ningún sentido inteligible. ¿Por qué una real y efectiva unidad política, cuyo presente derecho histórico a existir como tal es el más indudable de todos, no puede aspirar a un estudio también unitario en lo fundamental -aunque dentro de la diversidad de enfoques- que razone históricamente la actual convivencia en lugar de insistir en la disparidad disgregadora de los agravios? ¿Por qué lo que es de hecho compatible en una realidad que la mayoría de los ciudadanos acepta tiene que ser explicado a los jóvenes como una serie incompatible de caminos divergentes que sólo convergen por culpa de abusos inconfesables? ¿Es más científica esta defensa cerrada de lo que no hay que el intento de comprender de manera abierta lo que hay?

En un hermoso librito en el que habla de La vieja Europa y, el mundo moderno (Alianza Editorial), el gran historiador Jacques Le Goff, tras señalar que "el desfase de los nacionalismos es la primera enfermedad de la Europa moderna", asevera que "Europa debe desembarazarse ahora de las manipulaciones y de las falsificaciones de la historia y del peso paralizante de una cierta referencia a la historia. Europa conoce hoy, más que otros continentes, un despertar de la memoria. También aquí, si la memoria debe combatir el olvido de los errores y de los crímenes del pasado para ayudar a no reproducirlos, debe dejar a una historiografia científica y objetiva la tarea de construir, sobre el respeto de la historia de cada país, la memoria común de Europa". Recordemos que el propio Le Goff publicó el año pasado un manual excelente titulado Europa contada a los jóvenes. ¿Dirémos que este tipo de empeño es deseable para Europa y en cambio indeseable para España, cuyos ciudadanos de cualquier procedencia tienen indiscutible carta europea de ciudadanía?

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Hay quien teme que este proyecto ministerial encubra un revival del nacionalismo español a lo franquista: ¡Una, Grande y Libre! Se aducen, con razón, síntomas ambientales inquietantes como la reciente himnolatría gubemamental, lo visto y oído en el homenaje de Las Ventas, el regate que titula en el proyecto mismo "época de Franco" a la dictadura para no herir a nostálgicos o las recomendaciones del ministro Serra para despertar en las aulas vocaciones militares (especialmente peligrosas en el País Vasco, donde tenemos al menos dos ejércitos en activo y puede haber quien se equivoque de banderín de enganche ... ). Pero precisamente una visión adecuada de la historia, en cuyo planeamiento interviniesen cuantos saben y deben hacerlo, serviría para contrarrestar ese peligro. Intentar poner en claro nuestra común convivencia actual está tan lejos de sostener que España es una "unidad de destino en lo universal" que se abre paso de modo providencial desde Viriato como de admitir que consiste en una amalgama esclavizada de otras identidades "unas, grandes y libres" que nada tienen que ver salvo la opresión que sufren. Para desterrar varias majaderías dañinas no es preciso sustituirlas por una sola peor que todas...

Porque, además, ¿quién está despertando el temido nacionalismo españolista? Veo un programa infantil de ETB-1 en euskera llamado Karaoke. Niños de 10 o 12 años, estimulados por sus entusiastas monitores, cantan una canción cuya letra asegura que "el euskera es nuestra única lengua y que debemos arrinconar el castellano", erdera, la lengua extranjera, "en la escuela, en la calle, entre los amigos, etcétera...". ¿Se imaginan lo que todos diríamos si se impusiera a los chavales una cancioncilla similar pero protagonizada por el castellano? Recibo los impresos de matrícula para cursos de doctorado de la Universidad Politécnica de Barcelona, bilingües: en catalán e inglés. ¿No tendrán la virtud de despertar en bastantes el deseo perverso de sustituirlos por otros exclusivamente en inglés y castellano? Cuando se habla de cosmopolitismo, nuestros nacionalistas periféricos lo son más que nadie: están dispuestos a ser ciudadanos europeos, ciudadanos del mundo,de donde sea... menos ciudadanos españoles, que -hasta nueva orden- es lo que son también. ¿Cómo impedir entonces que haya ciudadanos españoles que caigan en la aberración de negarse como vascos o catalanes? Hace poco el borrascoso Arzalluz rechazaba una encuesta sobre intención de voto en Euskadi porque le resultaba "increíble" la casi perfecta paridad entre nacionalistas y no nacionalistas, que todas las últimas elecciones han probado sobradamente. Pero no regañemos al espejo, sino a la realidad en él reflejada. La España monolítica de Franco es inviable, pero no más que la monolítica Euskadi de Arzalluz o la monolítica Cataluña de Pujol, por no hablar de los tristes remedos de estos últimos en otras autonomías. ¿No sería aconsejable reformar las humanidades y todo lo demás que haga falta a partir de este dato incontrovertible y fundamental?

Fernando Savater es catedrático de Filosofia de la Universidad Complutense de Madrid.

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