Tribuna:

Naufragio en una piscina

La imagen con que Orson WeIles dibujó desde dentro el incalculable destrozo que el fascismo instalado en Washington hizo, entre 1947 y 1954, contra la libertad de Hollywood, es muy cruel pero tiene aire de irrefutable. Vino a decir: "La izquierda americana naufragó en sus piscinas".Los espíritus libres de la Atenas contemporánea (la mayor concentración de talentos artísticos alcanzada en siglos, metida en un palmo de terreno) en que Hollywood se convirtió, tras convocar y absorber lo más vivo de la imaginación europea de los años veinte y treinta, tenían un talón de Aquiles: eran gente bien pa...

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La imagen con que Orson WeIles dibujó desde dentro el incalculable destrozo que el fascismo instalado en Washington hizo, entre 1947 y 1954, contra la libertad de Hollywood, es muy cruel pero tiene aire de irrefutable. Vino a decir: "La izquierda americana naufragó en sus piscinas".Los espíritus libres de la Atenas contemporánea (la mayor concentración de talentos artísticos alcanzada en siglos, metida en un palmo de terreno) en que Hollywood se convirtió, tras convocar y absorber lo más vivo de la imaginación europea de los años veinte y treinta, tenían un talón de Aquiles: eran gente bien pagada y debilitada por la carcoma del éxito, que deja un poso de acobardamiento y por tanto de conservadurismo visceral en quienes, antes de alcanzarlo, han soñado demasiado en él.

No choca, porque entra en la lógica de los comportamientos comunes, imaginar a Jack Warner y Louis B. Mayer, dos patronos déspotas, escupiendo los nombres díscolos de sus nóminas ante McCarthy, cazador de izquierdistas cuya mano derecha era un joven sonriente (que aprendió mucho de su jefe) llamado Richard Nixon. Pero hay algo feo, asqueante al recordar al gallardo Gary Cooper, encarnación por excelencia del hombre bueno americano, convertido en un rastrero delator de colegas rojos ante un salvaje tribunal político inquisitorial, que puso patas arriba la armonía que sostenía la pelea cotidiana en el viejo Hollywood y dejó a éste convertido en un espectro de lo que había sido: nunca nadie se rehizo del paso de aquella trituradora de caracteres, de convicciones y de orgullos, hace medio siglo, allí.

Entre 1947 y 1952 McCarthy -"Su rostro es casi bestial, su cerebro está lleno de sombras", dijo, tras entrevistarle, Raymond Cartier; y Eduardo Haro Tecglen encerró así su tarea: "La gran piara en la que fue cerdo el senador McCarthy"- abrió casi 300 investigaciones (de ideas que perseguir, no delitos que castigar) contra profesionales del cine, en las que tuvieron lugar unas 700 testificaciones de haber conocido sus ideas comunistas por delatores de alcurnia, entre los que se cuentan, además de Gary Cooper, Sam Wood, Robert Taylor, Adolphe Menjou y comunistas arrepentidos como Edward Dmytryk, Elia Kazan; Budd Schulberg, Clifford Odets, Robert Rossen, Sterling Hayden, entre docenas de otros nombres célebres.

La corrosión causada por el miedo generalizado, por el espectáculo de la cobardía y la claudicación y por el amordazamiento o el exilio de los intérpretes, escritores y directores que con gallardía se resistieron a su caza -entre ellos Charles Chaplin, John Garfield, Fritz Lang, Bertolt Brecht, Arthur Miller, Thomas Mann, Dashiell Hammett, Lillian Hellman, Dalton Trumbo, Albert Maltz, Joseph Losey, Samuel Ornitz, Alvah Bessie, Ring Lardner, Paul Jarrico, Michael Wilson, John Huston, Zero Mostel, Ann Revere, John Howard Lawson, Joris Ivens, John Berry, Carl Foreman, Orson WeIles, Cy Enfield, Jules Dasin- minó Hollywood: anticipó su desmembración en los años 50-60 y prefijó la recomposición bajo Ronald Reagan de un maccarthysmo con piel de cordero -hoy no sólo vivo, sino en alza- que sigue como entonces a la caza de comunistas imaginarios, náufragos en sus piscinas.

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