Tribuna:

Piedad, perdón y olvido

En varias ocasiones, comentando en el extranjero la transición española, me han preguntado cuál fue el secreto de su éxito,, si es que hubo alguno. Siempre respondo que, en mi opinión, hay dos. El primero es que no sabíamos que estábamos haciendo una transición "de manual", es decir, no había guión, las expectativas eran inciertas y se hacía camino al andar. Creo que se ha meditado poco sobre cómo la inseguridad y la incertidumbre alimentaron el pactismo. Pero es del segundo secreto del que quiero hablar hoy.Y consiste en que, sin explicitarlo, ni decirlo, desde el mismo momento en que las vie...

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En varias ocasiones, comentando en el extranjero la transición española, me han preguntado cuál fue el secreto de su éxito,, si es que hubo alguno. Siempre respondo que, en mi opinión, hay dos. El primero es que no sabíamos que estábamos haciendo una transición "de manual", es decir, no había guión, las expectativas eran inciertas y se hacía camino al andar. Creo que se ha meditado poco sobre cómo la inseguridad y la incertidumbre alimentaron el pactismo. Pero es del segundo secreto del que quiero hablar hoy.Y consiste en que, sin explicitarlo, ni decirlo, desde el mismo momento en que las viejas Cortes aprobaron la Ley de Reforma Política, firmando así su sentencia de muerte, todos entendimos que se rubricaba un pacto tácito por el que se otorgaban garantías de vida, libertad y propiedad para todos, olvidando cuanto, unos u otros, hubieran podido hacer en el pasado. Sin esa garantía, jamás explicitada, pero rigurosamente cumplida, la transición no habría sido posible. Ello cerraba revisiones sobre Paracuellos o los paseos, el juicio de Grimau, el 2.001 o los FRAP, el estraperlo de la posguerra, las licencias de importación de automóviles, la concesión de estancos, las lealtades cambiadas súbitamente, incluso el trato de favor de ciertos periódicos y un larguísimo etcétera de agravios e injusticias. De modo que, nos guste o no, los españoles rubricamos -y hemos cumplido fielmente hasta ahora- una ley de punto final. Sólo que, con muy poco calvinismo y nada de jacobinismo, lo hemos hecho sin decirlo. Y quizás por ello el pacto ha sido tan eficaz, pues, como sabían los antiguos israelitas, lo más importante, como el nombre de Dios, es impronunciable. Ello era más que razonable, pues la paz se alimenta de miedo a la violencia, pero también de perdón y, sobre todo, de esperanza; es, siempre, un proyecto de futuro, no una revisión justiciera del pasado.

Y es bueno recordar esto porque estamos desaprendiéndolo a marchas forzadas. Que el PP pretenda transformar un simple y leve cambio de mayoría (recordemos: un punto porcentual) en motivo de revisión histórica de las supuestas injusticias del pasado, cuando tal cosa no se hizo ni en 1978 ni en 1982, olvida que -como bien sabían los autores de la transición- con su misma moneda serán pagados. Ya lo están siendo, pues también el PSOE -al menos, algunos de sus líderes- parece olvidar que quien deslegitima al Gobierno equiparándolo a una supuesta dictadura, lo implica en infundados rumores de golpismo o incluso pide revisión judicial desde 1936 no sólo cosecha derrotas electorales -como en Galicia-, sino que sienta también las bases de la oposición que tendrá en el futuro, Más que pecados de impiedad, son pecados de soberbia, pues los instrumentos de poder (los unos) o las actitudes (los otros) que hoy laboriosamente diseñan son lanzas que antes o después -y, a este paso, más bien antes que después- se volverán contra sus autores. Al parecer, buena parte de nuestros políticos están empeñados en rehacer el pasado mientras los españoles, trabajosamente, por cierto, nos empeñamos en construir el futuro.

Algo parecido puede decirse acerca de la prudencia de las decisiones de algún juez, que, sin duda por razonables silogismos, decide que también la historia de América está mal hecha y hay que enderezarla, impulsado, eso sí, por oscuros intereses cuyo alcance ni es capaz de vislumbrar. La tragedia de los cientos de españoles vilmente torturados y asesinados en Argentina, Chile o donde sea es terrible, tanto como la de los miles de argentinos o chilenos que sufrieron igual suerte, y siempre me admiro del coraje de su conciencia ciudadana, que sabe compatibilizar el recuerdo con la piedad y el perdón. Pero es evidente que la justicia no es posible cuando medio país debe procesar a la otra mitad, de modo que en poco vamos a ayudar a la reconciliación de esos países asumiendo la responsabilidad que ellos -como nosotros antes- no pueden asumir. ¿Qué soberbia es esa de pretender enmendar la plana a naciones que, frente a durísimas dificultades y problemas, han conseguido transitar por procesos de reconciliación nacional? ¿Somos nosotros quienes debemos reabrir sus heridas? ¿No sería más prudente y más eficaz ayudar a las familias de las víctimas? Puede que la justicia sea ciega, pero no debiera ser sorda.

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