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El rigor y la generosidad sólo pueden ser atributos concordantes del crítico que antes ha sido más riguroso consigo mismo que con nadie. Son cosas que a lo mejor se aprendían de Ezra Pound en sus buenos años de Rapallo, ajenos al estraperlo de la literatura mediocre convertida en laurel. Ahí estaba Juan Ramón Masoliver, ese hombre siempre sobrecargado de electricidad intelectual, en el único momento esplendoroso y significativo de las vanguardias, cuando lo nuevo ni siquiera sospechaba que pudiera convertirse en academia con caspa. Como monstruosos luchadores de sumo, chocaban el comunismo y e...

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El rigor y la generosidad sólo pueden ser atributos concordantes del crítico que antes ha sido más riguroso consigo mismo que con nadie. Son cosas que a lo mejor se aprendían de Ezra Pound en sus buenos años de Rapallo, ajenos al estraperlo de la literatura mediocre convertida en laurel. Ahí estaba Juan Ramón Masoliver, ese hombre siempre sobrecargado de electricidad intelectual, en el único momento esplendoroso y significativo de las vanguardias, cuando lo nuevo ni siquiera sospechaba que pudiera convertirse en academia con caspa. Como monstruosos luchadores de sumo, chocaban el comunismo y el fascismo a lo largo y ancho de aquella Europa. Esa insondable paradoja fue muy propia de Juan Ramón Masoliver cuando decía que la guerra civil española había sido perfecta, pero que la posguerra había sido terrible.Hace tres años, el volumen Perfil de sombras reunió lo mejor de sus artículos -de 1929 a 1993- cuando ya se había convertido en el sabio vehemente que acogía a todos en su casa de Vallenana, transmitiendo entusiasmos hasta el último instante, sabedor de que -como dijo su maestro- el supremo crimen de un crítico es la insipidez. Pound escribió que la visión de Dante es real porque la vio y el verso de Villon es real porque lo vivió. Esa fue la escuela permanente de Masoliver, el traductor de Cavalcanti, el comentarista elíptico en su sección semanal Letras sobre letras, ya lejos de la política que con tanta ponzoña había saturado la década de los treinta.

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Corresponsal de prensa

Añoraba fielmente aquel pasado en que "la inmensa minoría" eran 150 chalados, por contraste con un presente en el que "todo es para seis millones, todos los que puedan comprar los donuts". Había vivido los buenos años de corresponsal de prensa, cuando tocabas la noticia con la mano, en Estambul o Jerusalén. Después, tomarse un café en Atenas, a la caída de la tarde, cuando el Likavetos se volvía color de miel ya fue un goce impracticable. Los palacios de los Medici pertenecen a compañías de seguros, del mismo modo -decía Masoliver, con contundencia- que todas las casas buenas de Barcelona ahora son oficinas de la Generalitat.Hubiera querido jubilarse como director de la Academia de España en Roma, pero eso era pura bagatela comparado con los nubarrones de la historia europea. Por suerte, ya tenía decidido leerlo todo desde hacía tiempo, desde los tanteos surrealistas de la revista Hélix, desde antes de conocer a James Joyce en París o de estar junto a Ezra Pound, aquel Mefisto, con barba de rey asirio. En su día, sin asomo de boutade, se tuvo por "anarcomonárquico". No es la menor de sus paradojas que una de sus admiraciones más permanentes fuese el noucentisme.

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