Tribuna:

Un intelectual ejemplar

¿Hay un cobijo mejor para un intelectual que el de su propia biblioteca? La de Enrique Lafuente Ferrari, ahora felizmente depositada y abierta al público en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, refleja mejor que nada el talante de su autor, que fue, sin duda, uno de los mejores historiadores del arte españoles de este siglo, pero, además, un gran intelectual, en el sentido de quien puso un gran caudal de conocimientos al servicio de una reflexión crítica de la compleja realidad que le tocó vivir; en definitiva: un sabio.Lafuente Ferrari tuvo una formación universitaria filosófica,...

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¿Hay un cobijo mejor para un intelectual que el de su propia biblioteca? La de Enrique Lafuente Ferrari, ahora felizmente depositada y abierta al público en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, refleja mejor que nada el talante de su autor, que fue, sin duda, uno de los mejores historiadores del arte españoles de este siglo, pero, además, un gran intelectual, en el sentido de quien puso un gran caudal de conocimientos al servicio de una reflexión crítica de la compleja realidad que le tocó vivir; en definitiva: un sabio.Lafuente Ferrari tuvo una formación universitaria filosófica, que le fue muy útil en su labor investigadora y docente, finalmente centradas en la historia del arte. Compenetrado con el pensamiento de Ortega y Gasset, su contribución a la historiografía artística española ha sido excepcional, porque unió una gran laboriosidad, cuyo testimonio más directo es el enorme número y variedad de publicaciones, con la claridad de ideas y un profundo sentido crítico. Rompió, en este sentido, todos los moldes convencionales en nuestro país, pues se preocupó por cuestiones de teoría y metodología artísticas, y su labor de investigación positiva no padeció de las limitaciones habituales: la "especialitis" y, como ironizaba Ortega, la "datofagia".

Su sentido de la responsabilidad le hizo ser independiente, lo cual, desdichadamente, le granjeó antipatías, injusticias y recelos. Se le cerraron muchas puertas, la de la enseñanza universitaria, la del Museo del Prado y, en realidad, la de cualquier apoyo institucional. No se desanimó, y su admirable y fecunda obra es la que le hace justicia. Ya al final de su vida aceptó ser el primer presidente de la Fundación de Amigos del Museo del Prado, donde hasta el último momento trabajó de forma desinteresada y constante. Era su privilegio.

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