Tribuna:

Tenían corazón

Quien visitara Málaga sin encontrar el tiempo de acercarse al museo de la ciudad tenía, asegurada la inquina de Juan Benet. El recorrido de la institución no había de ser largo ni minucioso, pues casi todo el arte colgado en sus paredes le dejaba a Benet indiferente. Sólo una obra expuesta en la sección de pintura española turbaba al novelista, quizá más que ninguna otra de artista contemporáneo. Recuerdo la alegría que le di cuando en mi tercera peregrinación al museo, creo que en el año 89, descubrí que por fin vendían postales del cuadro en cuestión, que naturalmente le traje en mano, despu...

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Quien visitara Málaga sin encontrar el tiempo de acercarse al museo de la ciudad tenía, asegurada la inquina de Juan Benet. El recorrido de la institución no había de ser largo ni minucioso, pues casi todo el arte colgado en sus paredes le dejaba a Benet indiferente. Sólo una obra expuesta en la sección de pintura española turbaba al novelista, quizá más que ninguna otra de artista contemporáneo. Recuerdo la alegría que le di cuando en mi tercera peregrinación al museo, creo que en el año 89, descubrí que por fin vendían postales del cuadro en cuestión, que naturalmente le traje en mano, después de haberle enviado una por correo. Todos los días transcurridos desde entonces, hasta el de su muerte, ocupó un sitial de honor en la biblioteca de la calle Pisuerga la pequeña reproducción en colores de "¡... y tenía corazón!".

Me di el otro día con el cuadro en Madrid, formando parte de la magnífica exposición Pintura simbolista en España, abierta hasta primeros de abril en la Fundación Mapfre Vida. No se me había ocurrido antes que esta tela de Enrique Simonet pudiese tener connotaciones simbolistas -aunque Calvo Serraller, el comisario de la muestra, las encuentra, como veremos luego- pero el placer de verla sin desplazarme al sur enseguida se superpuso a la extrañeza de encontrarla junto a damas opalescentes, pierrots y hasta alguna walkiria cantábrica. Poco he sabido a lo largo de estos años del valenciano Simonet, y aunque el documentadó catálogo de Mapfre da algunos datos de este artista muerto en 1927, yo, aunque sea falsa, prefiero quedarme con la impresión de que es el pintor de una obra, y esa obra una de las más singulares de nuestro realismo alegórico.

De grandes proporciones (176 x 290 centímetros), sabiamente compuesta y, sobre todo, pintada de manera' excelente, según los cánones de ese arte contento y desaparecido que aspiraba a la obra bien hecha", "i... y tenía corazón!" podría pasar ,a la pequeña historia del arte como un exponente más de la pintura de programa moralizante (el médico que practica la autopsia a la prostituta constata que hasta en los cuerpos más pecaminosos, hay un corazón). Pero la obra de Simonet, aparatosa, aleccionadora, cómica cuando se lee su título y se entiende su tesis -el humor era la base del enamoramiento benetiano-, adquiere, sin embargo, en virtud del contexto y la atrevida inclusión al lado de los verdaderos simbolistas españoles, Anglada Camarasa, Viladrich, Néstor, Brull o Egusquiza, una dimensión distinta y mayor. De repente, la piel cadavérica de la mujer de la vida cobra tonalidades irreales, y empieza a parecerse a las salomés y a las ledas, o a la propia Iseo yacente al lado de su Tristán en el impresionante lienzo wagneriano de Egusquiza, una de las joyas de la exposición. Las carnes femeninas del deseo, la tentación y el demonio, que llenaron el arte y la literatura finisecular (la tela fue pintada en Roma en 1890) y Mario Praz estudió en un gran libro. ¿Sólo eso?

La respuesta a la sospecha de que haya algo más la da seguramente Calvo Serraller cuando en su texto de presentación habla, de la mezcla que en el arte español de ese periodo se dio entre naturalismo e idealismo, una superposición no tanto motivada por el eclecticismo como por la fiebre que en un cuerpo enfermizo y débil de recursos, España, produjo el frenesí estético del fin de siglo. Carente el país, entonces y yo diría que ahora, de unas líneas de demarcación cultural y de un. público avisado y auténticamente receptivo, el simbolismo español discurrió al margen o con lejanía europea, convirtiendo a menudo a las ninfas crepusculares en gitanas de faca y poniendo la boina vasca a la Muerte.

Lo que pasa es que, come) el doctor del cuadro, la ternura también se apodera de nosotros, y muchas veces, terminada la queja de nuestra eterna y maldita peculiaridad española, de nuestra lenta velocidad respecto al mundo avanzado, nos paramos a considerar en bruto la calidad carnal de un pintor apegado a su provincia, la tripa narrativa de un novelista sordo al. aire de los tiempos, y no tenemos más remedio que exclamar: ¡Tenían corazón!

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