Tribuna:

Solidez, utilidad y belleza

Cuando Rafael Moneo se acerque esta tarde a recibir la medalla de bronce del premio Pritzker, recordará el día remoto en que su padre, el ingeniero, le animó a ir a Madrid para estudiar allí la carrera de arquitecto. Enfundado en un esmoquin, que sus maneras profesorales toleran con más disciplina que soltura, el galardonado inclinará la cabeza para ofrecer el cuello a la cinta roja de la medalla, se ajustará la corbata de pajarita y pensará en el camino que le ha llevado desde Tudela hasta esta colina de Los Ángeles donde tres centenares de invitados llegados de todo el mundo homenajean al ga...

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Cuando Rafael Moneo se acerque esta tarde a recibir la medalla de bronce del premio Pritzker, recordará el día remoto en que su padre, el ingeniero, le animó a ir a Madrid para estudiar allí la carrera de arquitecto. Enfundado en un esmoquin, que sus maneras profesorales toleran con más disciplina que soltura, el galardonado inclinará la cabeza para ofrecer el cuello a la cinta roja de la medalla, se ajustará la corbata de pajarita y pensará en el camino que le ha llevado desde Tudela hasta esta colina de Los Ángeles donde tres centenares de invitados llegados de todo el mundo homenajean al ganador del premio Nobel oficioso de la arquitectura.Detrás de un pupitre grabado con el nombre de la cadena hotelera que financia el galardón, el arquitecto desgranará los agradecimientos de rigor con su inglés de acento latino, modesto y orgulloso mientras balancea la vista desde la puntera de sus zapatos a la primera fila donde se sientan Belén y sus tres hijas. Como parece obligado, glosará los principios -solidez, utilidad y belleza- que se inscriben en la medalla sobre unos relieves de Sullivan, y tendrán un recuerdo fugaz para el itinerario biográfico que, a través de Escandinavia, Roma y Harvard, le ha traído hasta la gigantesca acrópolis de las artes que Richard Meier, otro galardonado con el Pritzker, está construyendo para la Fundación Getty.

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Los invitados habrán recorrido las obras, ya muy avanzadas, habrán contemplado desde los jardines en terrazas la extensión interminable de Los Ángeles, los montes verdes de Santa Mónica, el Pacífico liso y brillante como un escudo, y se agrupan ahora en torno al arquitecto. Desdibujada por la distancia y la neblina, la vieja catedral de Bibiana, que tanto dañara el terremoto hace dos años, habrá pasado desapercibida para todos; para todos excepto para dos de los invitados, los arquitectos de la ciudad Frank Gehry y Thom Mayne, que estos días han competido con Moneo por el encargo de la nueva catedral, dedicada a fray Junípero Serra. El cardenal Mahony, inconfundible entre la turbamulta sedosa de trajes de etiqueta, repasa mentalmente las imágenes de las misiones que conoce mientras escucha al compatriota del patrón franciscano de California. A esta hora de la tarde, Los Ángeles se consume bajo el calor húmedo que corresponde a la estació, pero en esta cresta elevada sobre Brentwood sopla una brisa delgada y marina. Las invitadas se ajustan los chales. Hace fresco en la cumbre.

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