Tribuna:

El Estado del malestar

El movimiento huelguístico del sector público en Francia ha planteado con fuerza el debate sobre el futuro del Estado del bienestar en nuestras sociedades, tal vez la cuestión más importante que los países europeos tienen que resolver en los próximos años. Y la primera lección del malestar francés es que ese debate no se puede zanjar con el ordeno y mando de tecnócratas ejecutando por derecho divino los criterios de convergencia económica, como si el acuerdo de Maastricht fuera una Constitución europea supranacional, y 1999, la fecha de partida del último tren hacia el futuro. Si los Gobiernos...

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El movimiento huelguístico del sector público en Francia ha planteado con fuerza el debate sobre el futuro del Estado del bienestar en nuestras sociedades, tal vez la cuestión más importante que los países europeos tienen que resolver en los próximos años. Y la primera lección del malestar francés es que ese debate no se puede zanjar con el ordeno y mando de tecnócratas ejecutando por derecho divino los criterios de convergencia económica, como si el acuerdo de Maastricht fuera una Constitución europea supranacional, y 1999, la fecha de partida del último tren hacia el futuro. Si los Gobiernos insisten en apelar a la supuesta racionalidad económica de orden superior, por encima de lo que quieren y sienten sectores importantes de sus ciudadanos, lo único que conseguirán es generar un fuerte movimiento popular antieuropeo que puede acabar con el proyecto europeísta que muchos suscribimos. Por eso la mayoría de la opinión pública francesa ha apoyado, pese a sufrir los inconvenientes de las huelgas, a unos trabajadores que, en algunos casos, defienden privilegios corporativos en nombre del interés general. Pero el temor de la gente es qué, tras aplastar a los sindicatos del sector público, Únicos con capacidad real de movilización, el Gobierno francés (y luego otros Gobiernos) imponga recortes drásticos en un Estado del bienestar que constituye, hoy por hoy, la trama básica de las instituciones europeas. Sin un debate amplio y sin un proceso participativo no hay reforma posible del Estado del bienestar,: sino ruptura de solidaridades, crisis, de la convivencia y socavamiento de las condiciones sociales de la productividad económica. Pero ese debate debe partir de una premisa: la no sostenibilidad de los actuales mecanismos, programas e instituciones del Estado del bienestar en toda la Unión Europea. Y ello por tres razones principales. Primero, por el deterioro de la relación entre cotizantes y beneficiarios de los sistemas de protección social, debido, sobre todo, a la escasa creación de puestos de trabajo, al adelantamiento de la edad de jubilación y prejubilación, al alargamiento de la esperanza de vida y al aumento del coste sanitario correspondiente a un importante número de ciudadanos en edades por encima de los 70 años. Como lo que cuenta para financiar el sistema es la relación trabajador / persona dependiente más costes por persona dependiente, las actuales tendencias van reduciendo el numerador y aumentando el denominador en esta razón básica del sistema de protección social. Segundo, en una economía global interdependiente es cada vez más difícil mantener gastos sociales por persona muchísimo más altos que los de otros países, no sólo de reciente industrialización, sino de grandes economías como la norteamericana. Europa sólo podía mantener anteriormente sus mayores gastos sociales debido a un cierto proteccionismo y a una productividad mucho mayor que las de las economías del Tercer Mundo. Pero al integrarse más profundamente la economía mundial y al crecer rápidamente la capacidad tecnológica y de gestión de los nuevos países industrializados, la situación se hace tendencialmente insostenible: no se pueden integrar los mercados y mantener el diferencial de costes sociales. Tercero, en un proceso de trabajo crecientemente individualizado y con el nuevo sistema de producción flexible permitido por las, nuevas tecnologías de información, las empresas dependen cada vez más de redes y colaboraciones laborales transitorias (en todos los niveles de cualificación), por lo que asistimos a un desfase creciente entre el empleo productivo y los cotizantes asalariados a la Seguridad Social. Si a todo ello añadimos la escalada de costes del cuidado sanitario (en parte por el predominio de la medicina tecnológica y el poderío. de la industria farmacéutica) y el debilitamiento de la solidaridad intergeneracional mediante la que la familia cuidaba de los viejos en épocas anteriores, no hace falta recurrir a modelos matemáticos para prever el colapso de los sistemas de financiación a un plazo variable según los países.Pero las tendencias sociales no son maldiciones naturales. Se puede actuar sobre ellas, a condición de: evitar demagogia, aceptar que se trata de un problema común en el que si no actuamos pronto sólo habrá perdedores, utilizar el conocimiento que tienen en la materia sociólogos, economistas y demógrafos (bastante más de lo que la gente cree), y tener coraje político, tanto por unos como -por otros, atreviéndose a ser demócratas y a confiar en los ciudadanos. A título de ejemplo, citaré algunas posibles líneas de actuación en la reforma de un sistema de protección social que se adapte a las condiciones de la sociedad informacional.

Desligar la financiación de las cotizaciones por trabajador, pasando dicha financiación a los Presupuestos Generales. En efecto, el sistema actual constituye un verdadero impuesto sobre el empleo, frena la creación de empleo y estimula la subcontrata y la colaboración temporal, disminuyendo así la base de cotización. Plantear un "pacto social global", vinculándolo a los acuerdos comerciales del GATT, y estableciendo penalizaciones aduaneras para los países infractores. No se trata de exigir una igualación utópica de las condiciones de salarios y legislación social en todo el mundo, pero sí de establecer márgenes proporcionados, con un vínculo entre costes sociales y apertura de mercados. Articular más directamente el Estado del bienestar con la productividad económica, por ejemplo reforzando los programas de formación de los trabajadores y reconvirtiendo el seguro del desempleo en recualificación del empleo. Sin embargo ,lo esencial en estos programas de formación es cómo se' hacen, puesto que algunas experiencias, como la del Inem hace algún tiempo, demuestran. que los seudoprogramas de formación son aún más costosos que el tradicional seguro de paro. Una nueva política para la vejez es un elemento esencial de ahorro y efectividad del Estado del bienestar, cuya principal crisis consiste precisamente en la financiación de las pensiones. En esté sentido, debiera aumentarse la edad de jubilación en todas aquellas si tuaciones y profesiones que sea socialmente factible (por ejemplo, funcionarios públicos), para mantener activos y disminuir pasivos. Quienes argumentan el efecto negativo de tal medida so bre el empleo simplemente ignoran los resultados de la investiga ción empírica en Europa (por ejemplo, los trabajos de Anne Marie. Guillemard) que demuestran el escaso impacto de las jubilaciones anticipadas sobre el empleo de los jóvenes: son merca dos de trabajo diferentes. El de sarrollo de voluntariado, utilizando, incentivos públicos y con el apoyo, también voluntario, de los medios de comunicación, podría asumir algunos de los servicios públicos actuales, además dé contribuir a crear tejido social y luchar contra el excesivo individualismo de nuestra sociedad. En fin, la descentralización cada vez mayor del Estado del bienes tar a nivel autonómico, y municipal (tanto en obligaciones como en recursos) puede permitir una mayor eficacia y equidad, así como corregir abusos, al adecuar la gestión concreta a las necesidades y circunstancias de los territorios gestionados. Estas y otras medidas de política social podrían iniciar una dinámica en la que vayamos experimentando el paso de un Estado del bienestar a un Estado del bien obrar, por encima del actual malestar del Estado en la sociedad de la información.

Manuel Castells es sociólogo.

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