Tribuna:

¿De qué van a hablar?

Los señores González -presidente del Gobierno- y Aznar -jefe del primer partido de la oposición-, en víspera de campaña electoral, han decidido no hablar en ésta del futuro de las pensiones. El motivo es que la polemicidad de tal cuestión y su incidencia en la opinión pública podía afectar gravemente al voto de los ciudadanos. Y es de suponer que, por las mismas razones, tampoco aludirán a otros instrumentos de previsión social ni a la reforma del Estado de bienestar.Tan alto grado de coincidencia induce, por una parte, al optimismo, puesto que revela las amplísimas posibilidades de consenso p...

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Los señores González -presidente del Gobierno- y Aznar -jefe del primer partido de la oposición-, en víspera de campaña electoral, han decidido no hablar en ésta del futuro de las pensiones. El motivo es que la polemicidad de tal cuestión y su incidencia en la opinión pública podía afectar gravemente al voto de los ciudadanos. Y es de suponer que, por las mismas razones, tampoco aludirán a otros instrumentos de previsión social ni a la reforma del Estado de bienestar.Tan alto grado de coincidencia induce, por una parte, al optimismo, puesto que revela las amplísimas posibilidades de consenso político y concordia social que en España hay. A la vez, provoca cierto asombro, puesto que difícilmente se explica cómo, si los partidos y sus dirigentes coinciden en tantas e importantes cosas, sus relaciones son tan tirantes y crispadas. Y, por último, plantea la grave cuestión de cuál va a ser el tema de la campaña electoral si los grandes problemas que pueden determinar el voto ciudadano y precisamente por esa razón, se substraen al debate cuya concreta finalidad es decantar ese voto.

La democracia exige un alto grado de consenso básico precisamente para hacer posible, sobre tal fundamento, la discrepancia y competencia pacífica. Ese consenso ha de versar sobre unas indiscutibles reglas de juego y sobre unos valores comunes. Además, es muy deseable que el consenso alcance a las grandes políticas de Estado y, probablemente, la seguridad interior y exterior, la política europea y la previsión social, merecen tal calificativo. Pero ese consenso no puede alcanzarse escamoteando la cuestión ante la ciudadanía, sino planteándola con cuanta claridad sea posible para analizar las diversas opciones y actitudes y, a partir de tal diversidad, alcanzar, si es factible, una posición común y someter ésta a la ratificación de los ciudadanos. Será también el electorado quien haya de decidir entre posiciones diferentes, cuando éstas subsistan, y dar un mandato en favor de una de ellas. Pero es claro que todo ello requiere clarificar los propios programas, contrastarlos con los de las otras fuerzas políticas e ilustrar sobre todos ellos al ciudadano elector. Lo contrario de ocultar los problemas y difuminar las soluciones que para ellos se prevén. No digamos si el pseudo acuerdo consiste en enfáticas afirmaciones que substituyen la búsqueda de la solución por la negación del problema.

Por eso no deja de ser grave que cuando todas las voces sociales, patronos, financieros y sindicatos, insisten en la necesidad de revisar el sistema de previsión social o, al menos, muestran preocupación por su porvenir, y cuando las propias instancias de todos los partidos y del Gobierno advierten sobre el escaso futuro de las fórmulas actuales, quienes van a pedir el voto de los ciudadanos decidan escamotearles el debate contradictorio de tan graves cuestiones. Y, ¡cuidado! Porque la reciente experiencia francesa demuestra que no hay nada más peligroso que ocultar demagógicamente a la ciudadanía tanto la realidad de la situación como la de los propios proyectos, para, una vez en el poder, decir que es inevitable lo que meses antes se calificaba de impensable.

Una cosa es que los partidos que concurren a las elecciones y sus líderes asuman el compromiso de jugar limpio y otra es que confundan la exigible corrección del debate con la eliminación del mismo. Un debate serio, al que los electores tenemos derecho para saber lo que votamos.

Más aún, en una verdadera competencia democrática por el poder, la eliminación del fondo objetivo de la discrepancia no suaviza las formas; antes bien, las radicaliza. Porque, claro está, que si en próxima campaña electoral los partidos y sus dirigentes no van a discutir sobre los grandes temas estrella de nuestro futuro colectivo, la única alternativa que a sí mismos se dejan es descalificarse recíprocamente. No se calumniarán ya atribuyéndose uno u otro propósito sobre la previsión social, se insultarán a secas, y cabe preguntarse si ello va a contribuir a la mejora de calidad y veracidad de nuestra vida democrática.

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