Tribuna:TRAVESÍAS: ANTONIO MUÑOZ MOLINA

Un recuerdo del deseo

Las páginas culturales de los periódicos no dieron mucha noticia de su visita, pero la semana pasada estuvo en Madrid Pierre Daix, biógrafo excelente de Picasso, a quien conoció y trató durante muchos años y de quien recuerda detalles que se convierten de pronto, en medio de la conversación, en retratos instantáneos del maestro, dibujados en el recuerdo y en el tiempo como bocetos a lápiz sobre una hoja en blanco. Cuenta Pierre Daix, con una sonrisa de placidez indochina tras sus anticuadas gafas redondas que Picasso podía ir por la calle charlando con alguien, y que en un segundo' cualquier ...

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Las páginas culturales de los periódicos no dieron mucha noticia de su visita, pero la semana pasada estuvo en Madrid Pierre Daix, biógrafo excelente de Picasso, a quien conoció y trató durante muchos años y de quien recuerda detalles que se convierten de pronto, en medio de la conversación, en retratos instantáneos del maestro, dibujados en el recuerdo y en el tiempo como bocetos a lápiz sobre una hoja en blanco. Cuenta Pierre Daix, con una sonrisa de placidez indochina tras sus anticuadas gafas redondas que Picasso podía ir por la calle charlando con alguien, y que en un segundo' cualquier cosa le llamaba la atención, algo que encontraba en el suelo, por ejemplo" un clavo, retorcido, y entonces se ausentaba, no oía a quien anduviera junto a él, seducido por la atracción de lo inmediato, por un hallazgo que le sugería una idea o una imagen para su trabajo incesante. Cuando se encontraba con sus amigos estaba plenamente con ellos, disfrutando de, la conversación, de la comida o la bebida, pero dice Daix que había siempre un momento en que volvía a quedarse solo, aunque los demás todavía no se hubieran marchado, y era que ya estaba pensando con excitación e impaciencia en lo que iba a hacer cuando, volviera a su estudio.Pierre Daix viajó a Madrid para asistir a una exposición de Picasso que se ha inventado Tomás Llorens en una sala pequeña del Museo Thyssen, una exposición que es breve lujo de pintura y también una hipótesis novelesca, porque muestra algunas de las obras que pintó Picasso en el verano y el otoño de 1923 y sugiere una posible historia de amor que casi no llegó a suceder fuera de las miradas, de los dibujos y los cuadros: entre el Arlequín frente al espejo, que ya estaba en el museo, y la Flauta de Pan, un lienzo imponente que ha viajado desde el Museo Picasso de París, cuelgan en las paredes otros cuadros, otros grabados y dibujos, y a través de todos ellos circula la sombra inexacta de una mujer que se bañaba en la playa del Cap d'Antibes con un collar de perlas, una norteamericana trigueña y gimnástica que aparece también en las fotos de las revistas de modas de entonces y en las primeras páginas de Tender is the Night, donde Scott Fitzgerald dejó como un testamento la horrible tristeza de recordar desde un porvenir de alcoholismo y el fracaso los días perfectos de la Costa Azul, la juventud, la celebridad, la salud física, el dinero.

Delante de cualquier obra de Picasso, lo mismo un lienzo al óleo de proporciones heroicas que una pequeña acuarela o un dibujo rápido, lo que se siente siempre es el magnetismo y la felicidad de la pintura, la entrega absoluta, la orgía perpetua, la afición maniática por un trabajo cuyas posibilidades, en vez de agotarse, se le multiplicaban sin fatiga a Picasso cada uno de los días de su vida, que fueron casi todos, desde el final de la infancia hasta las mismas vísperas de su muerte, días laborables. Lo que puede verse ahora en la exposición del Museo Thyssen es sólo una parte de lo que hizo en unos pocos meses, entre el verano y el principio del otoño de 1923, en París y en el Cap d'Antibes, entre la soledad del estudio y la holganza lujosa de las playas y de las fiestas nocturnas en yates o villas frente al mar. Pero hay en esas pocas obras maestría y pintura suficientes para colmar la vida entera de cualquier artista, y al mismo tiempo hay pasión, incertidumbre, entusiasmo, denostación de labelleza, de la misma maestría: "Picasso siempre estaba escapándose de la perfección", dice Pierre Daix, "siempre huyendo de lo que había logrado".

Él mismo solía decir que no le interesaba la búsqueda, sino el hallazgo, e ironizaba sobre la superstición indagatoria del arte moderno. Pero tampoco quería estar preso de sus propios hallazgos, y con la misma desenvoltura con que había inventado las posibilidades más radicales del cubismo volvió a inventar luego las formas puras del clasicismo griego, y cuando ya parecía haber alcanzado un grado extremo de maestría y serenidad en el dibujo rompió con todo como si desgarrase una hoja de papel y empezó a pintar figuras obstinadamente feas, cuerpos descoyuntados y bocas como gritos que vaticinaban, recién terminado el verano de 1923, la galería de monstruos de 1937, el helado bestiario en blanco y negro y gris del Guernica.

Después de escuchar a Pierre Daix, cuando el público de la conferencia ya se ha marchado y en las estancias altas del museo sólo queda alguna limpiadora, algún guardia inmóvil y con los brazos cruzados, vuelvo a subir a la sala de la exposición. En el espacio desierto, el arlequín que se mira en el espejo parece más desolado y más ajeno a su. propia perfección, y ahora me parece que está más. próximo a la melancolía desleída de los arlequines de Watteau que a la solemnidad de los retratos de Ingres. En las reproducciones, la Flauta de Pan tiene una serenidad clásica, incluso un tanto académica. En la realidad, las dos figuras masculinas adquieren una rudeza y unas proporciones de columna dórica, los azules del cielo y del mar son abstractos planos cubistas, los grandes pies descalzos se apoyan en el suelo tan firmemente como raíces desnudas y tocones de olivos.

En la mejor literatura lo que no se dice importa tanto como lo que se dice; igual ocurre en la pintura, donde lo que ha de verse no siempre está del todo delante de los ojos. Según las radiografías, junto a las dos solitarias figuras masculinas de la Flauta de Pan hubo al principio una figura de mujer, que fue borrada luego: la mujer de blanco de la que habla William Rubin, la americana que Picasso pintó sobre un lienzo al que había pegado la arena de una playa, Sara Murphy, la figura en bañador y con un collar de perlas de las fotografías y de las páginas luminosas de Scott Fitzgerald. Le pregunto a Pierre Daix por aquella posible historia de amor y me contesta guiñando los ojos con su sonrisa indochina tras las gafas redondas: "Picasso no era nada romántico, pero sí muy inflamable". Ahora, más de setenta años después de aquel verano, en el museo vacío, los cuadros y los dibujos de 1923 tienen de pronto una cualidad votiva. Afirman la pintura y sus normas y al mismo tiempo las quiebran y se rebelan contra ellas, pero sobre todo celebran y añoran un lejano deseo.

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