Tribuna:

Militancia lingüística

En medio del tumulto de universal insensatez desencadenado ahora entre nosotros, sigue abierto y vivo el litigio, desorbitado también, acerca de las lenguas de España, que en su fase actual pudiera bien enunciarse bajo el lema: Defensa del español; es decir, defensa de la lengua general española; de esta lengua que, inicialmente desarrollada en la región castellana, se extendió a partir de ahí por la península Ibérica y, luego, desde el siglo XVI, por el resto del planeta, hasta ser hablada hoy como propia por una gran parte de su población. El miedo a ser mal entendido no me hará desen...

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En medio del tumulto de universal insensatez desencadenado ahora entre nosotros, sigue abierto y vivo el litigio, desorbitado también, acerca de las lenguas de España, que en su fase actual pudiera bien enunciarse bajo el lema: Defensa del español; es decir, defensa de la lengua general española; de esta lengua que, inicialmente desarrollada en la región castellana, se extendió a partir de ahí por la península Ibérica y, luego, desde el siglo XVI, por el resto del planeta, hasta ser hablada hoy como propia por una gran parte de su población. El miedo a ser mal entendido no me hará desentenderme cuando se me requiere a participar en el debate. Se ha hecho costumbre exigir a todo el mundo que se posicione; y así, me arriesgaré a aventurar por mi parte algunas opiniones al respecto. Convendrá decir ante todo que esa fórmula a la que tantos se acogen: defensa del español, no es novedad de última hora, ni ha surgido por vez primera en respuesta a las situaciones conflictivas suscitadas aquí a raíz del reconocimiento oficial de otras lenguas habladas dentro del ámbito político del Estado. Hace ya varios decenios que el poeta Pedro Salinas escribió un ensayo muy divulgado, comentado y celebrado bajo el título de El defensor, donde, a partir de sus experiencias de exiliado en Puerto Rico, mostraba gran alarma por los avances de la lengua inglesa sobre la nuestra, y exhortaba a defenderla contra la agresión imperialista; y todavía antes, en un momento histórico previo, alrededor de la guerra entre Estados Unidos y España, se había alzado el clamor de otro gran poeta, Rubén Darío, quien, en versos no menos famosos que el ulterior ensayo de Salinas, se preguntaba -con retórica alarma, supongo- si tantos millones de hispanos no terminaríamos hablando -o rezando- en inglés.El caso de ahora es, distinto. La alarma que algunos sienten, y por la que se creen. llamados a militar en defensa de nuestro idioma común, viene determinada por la ofensiva oficial que las autoridades locales de Cataluña han puesto en pie para, so capa de establecer ahí un equilibrado bilingüismo, extender la lengua catalana y desplazar de su territorio (que de hecho es bilingüe en gran parte, y en alguna parte de su población también sólo castellanohablante) el uso del español. Con disimulos y sofismas que a nadie convencen, el programa que ahí se está poniendo en vigor tiende de hecho -es cosa demasiado evidente- al logro de ese propósito.

Ahora bien, lo que me pregunto yo es si, con eso y todo, hay -en este caso como en el anterior- verdadero motivo para tanta alarma. ¿Puede temerse que, en efecto, se logre erradicar de Cataluña la lengua española? Cuantas veces -y no han sido pocas- se me ha pedido mi opinión sobre el tema, he mostrado mis dudas: yo pienso que los idiomas se defienden -o bien, claudican- por sí propios con la práctica cotidiana; y, en el caso en cuestión, no creo que los esfuerzos oficiales sean capaces de conseguirlo. Diré en qué se funda esta convicción mía.

Para empezar, no olvidemos que la presente reacción - catala nista es ante todo, eso: una reacción, y, por lo tanto, parecería llamada a agotar su impulso una vez satisfechos los deseos de revancha. Se ha producido como respuesta a un agravio histórico (y cuando digo histórico, hablo de la historia reciente: antes del siglo XIX la historia ha sido a este respecto otra historia, desplegada bajo supuestos distintos). Me refiero, claro está, al agravio inferido en nombre del nacionalismo español a la legitimidad de la lengua catalana, que es lengua ilustre en virtud de aquello que hace ilustres a las lenguas: el ser portadoras de una alta cultura sustentada sobre la base de gran tradición literaria. Sin duda, el desdén hacia el habla de las gentes, y no digamos la coacción oficial contra sus usos idiomáticos, constituye en todo caso y por principio un desafuero; pero resulta absolutamente imperdonable cuando se aplica a un lenguaje de categoría superior. De semejante desmán se hizo culpable el tardío nacionalismo español, rampante ya desde finales del siglo pasado, y virulento bajo la dictadura de Franco. Cuando al fin este régimen, con su centralismo a ultranza, terminó extinguido por consunción, las pretensiones y parafernalia españolistas de aquel nacionalismo, que esgrimía la lengua del imperio como una espada de madera, habían llegado a hacerse tan estomagantes para todos que nadie con sentido del ridículo se atrevía. ya a comulgar en sus ritos. Así, por puro asco, y sobre todo porque el desarrollo tecnológico de nuestro tiempo ha superado en el terreno político la fase de las naciones soberanas, perdieron vigencia entre nosotros y dejaron de ser invocados los postulados del nacionalismo español, mientras que una Constitución democrática reconocía el derecho de gobierno autónomo a las regiones que lo requirieran, dejando así abierta la oportunidad para que prosperasen a su vez nacionalismos de estrecho cauce, risibles en su anacronismo no por eso menos virulentos, cuyo instrumento principal es, a su vez, el idioma, ya sea éste una lengua ilustre como en el caso de Cataluña, o, como en otras partes, una lengua artificiosamente confeccionada ad hoc.

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Nada extrañó es, por lo demás, que los nacionalismos crepusculares echen mano del idioma para utilizarlo con fines políticos. Recuérdese que ése fue elemento fundamental para la formulación de la doctrina nacionalista en sus comienzos mismos, a principios del siglo XIX. Establecida y propalada esta doctrina por Fichte con vistas a la unificación nacional de Alemania, la lengua de los países germánicos (el alemán de la traducción de la Biblia hecha por Lutero) sería tenida, en combinación con otros diversos factores, como expresión genuina del Volksgeist, del espíritu nacional. De esta manera, el lenguaje adquiere entonces relevancia política, y con ello, un valor simbólico que nunca antes había tenido. Hasta entonces, las lenguas modernas se habían limitado en verdad a cumplir la elemental finalidad práctica de la comunicación, adquiriendo algunas de ellas frente al latín (recordemos la obra de Dante y las consideraciones del propio poeta acerca del tema) una nueva dignidad por virtud de su cultivo poético, pero no en modo alguno carácter de beligerancia política. Así el auge de la doctrina nacionalista, que en sus comienzos funcionaría como factor de aglutinación (unidad alemana, unidad italiana), a partir de la Primera Guerra Mundial empieza a operar en sentido inverso, como instrumento de la desintegración europea. Desde ese momento en adelante, lo que solía ser, y por naturaleza es, un medio de entendimiento manejado con amplio y distendido sentido pragmático para comunicar con el prójimo: el lenguaje humano, comienza a emplearse como arma para marcarlas, diferencias, separar, rechazar, ofender, agredir. De qué modo y en qué medida está ocurriendo esto actualmente en el mundo tenemos diario testimo nio en los informativos de la prensa. Basta observar el papel desempeñado por las diferencias lingüísticas en las atrocidades que asuelan hoy a varias regiones del planeta. Pero lo que ahí se manifiesta con sistemática y abierta hostilidad ocurre también de continuo, aunque atenuado y más bien solapado, en la vida cotidiana de países con apariencia pacífica; y de ello puedo aportar, como ejemplo, un par de anécdotas personales, triviales pero significativas, recogidas en tierras ajenas. Atravesando yo años atrás Checoslovaquia en viaje por tren desde Viena hasta Berlín, el aduanero de la frontera checa se divirtió en torturar durante largo rato a un anciano ale mán por el procedimiento de insistir en interrogarle en su propio idioma rehusando usar el del viajero, mientras que, acto seguido, no tuvo el menor inconveniente en emplear la lengua alemana para entenderse con el viajero si guiente, éste, un español, que era yo. Otra anécdota: mi hija entra a comprar algo en una tienda de Amberes y se dirige en francés al vendedor, quien finge no conocer ese idioma; en vista de lo cual, la compradora se expresa en inglés; y ahora sí, en esta lengua sí que, mal que bien, la comprendía aquel majadero... El idioma, en lugar de ser un instrumento para entenderse, se convierte en un arma, y es utilizado para vejar al prójimo, para rechazar, para excluir, para humillar. No olvidemos que, durante un tiempo, el nacionalismo español hizo víctima a los catalanes de actitudes lingüísticas arrogantes, y tampoco falta ahora quien se complazca ahí mismo en volverlas contra los hispanohablantes.

Pero, ¿bastaron los consistentes, esfuerzos oficiales del centralismo para desarraigar la lengua catalana de su tierra? A la vista está que no. Pese a todos aquellos esfuerzos, el catalán se siguió hablando y se siguió escribiendo, y ha continuado sirviendo de vehículo para la producción de grandes obras literarias. Por eso me muestro resueltamente escéptico acerca de la eficacia de las medidas oficiales que ahora se aplican con la intención contraría: no creo que vayan a dar el resultado, apetecido por sus promotores, de eliminar el español, tanto más si se piensa que está lengua, con su enorme difusión y universal prestigio, constituye un bien de posesión difícilmente renunciable para quién, siendo bilingüe, la domine como propia.

Descendiendo al detalle del programa lingüístico puesto en práctica por el Gobierno catalán, tal cual sus adversarios lo critican e impugnan, me parece, desde luego, muy lamentable que en sus escuelas no se enseñe a los alumnos la lengua española, o que se les enseñe como si fuese lengua extranjera; pero me parece también -y podrá ser ésta, si se quiere, una reflexión descorazonadora y hasta un mal consuelo- que, habida cuenta de la calidad de enseñanza administrada a los muchachos en el resto de España (por sus resultados juzgo, pues es lo cierto que salen de los estudios sin saber expresarse oralmente o por escrito), no será demasiado lo que aquellos otros pierdan. Y temo que tampoco la escolaridad en lengua catalana sea ahí de mayor provecho para quienes la reciben.

En términos generales, y en confirmación de mi escepticismo acerca de la acción oficial en el campo idiomático, quisiera aducir precisamente la experiencia de Puerto Rico, a que aludí con referencia a Pedro Salinas y su apologético Defensor. También yo, como él, pasé en la isla unos cuantos años, y tuve así ocasión de conocer, estudiar y convivir el problema sobre el terreno. Sabido es cómo, tras la anexión de nuestra colonia por Estados Unidos en 1898, el Gobierno de la nueva metrópolis dispuso que toda la enseñanza se diese allí en inglés. Nada menos que medio siglo había pasado cuando me incorporé yo a aquella universidad para enseñar ciencias sociales, y la población de la isla seguía siendo en su integridad hispanoparlante; y ello a pesar de que desde el comienzo mismo ha habido allí un partido político que continúa propugnando hasta hoy de manera muy militante la incorporación a la Unión Americana, y a pesar también de que la lengua inglesa era ya entonces, y lo ha seguido siendo en medida creciente, el idioma de mayor prestigio -y el de mayor utilidad práctica- en el mundo entero.

Desde luego, y bien lo sé, el caso de esa isla no admite comparación con el que nos preocupa ahora en esta Península, a menos que forcemos los esquemas para establecer similitudes desde la perspectiva siempre adaptable y voluntariosa de los nacionalismos. En un caso (el de Puerto Rico), se trataba del intento de una administración colonial de imponer por vía autoritaria un idioma extranjero: el inglés, a una comunidad de lengua española; en el otro caso, el de Cataluña, territorio bilingüe, se trató del intento, primero, por parte de la Administración central, de imponerle mediante presión oficial el predominio del castellano, y luego, ahora, por parte de la Administración autónoma, se trata de imponerle el predominio del catalán. El primero de esos intentos fue resistido con éxito, según es bien patente. Si ocurre lo mismo con el segundo, está por ver. Ello dependerá de la reacción espontánea de la sociedad catalana; de si la población catalana se doblega a los designios de una miope, alicorta -y manilarga- política nacionalista. Y sería operación demasiado falaz, movida por los ideólogos del nacionalismo, la que pretendiera extrapolar de alguna manera a Cataluña lo ocurrido con el idioma en Puerto Rico. Pues, ciertamente, la cuestión idiomática, por mucho que el nacionalismo la manipule como instrumento para sus fines de poder, es en sí misma ajena a ellos y requiere ser planteada en sus propios términos. Si he invocado el caso de Puerto Rico ha sido tan sólo para sustentar con su ejemplo mi tesis de que la recepción o rechazo popular de una lengua no depende tanto de los esfuerzos oficiales como de la actitud del cuerpo social; actitud que, a su vez, está condicionada por muy diversos y complejos factores, de cuyo análisis podrán acaso desprenderse tales o cuales expectativas, dentro siempre de la impredictibilidad del acontecer histórico.

Francisco Ayala es escritor.

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