Harvey Keitel y William Hurt llenan el vacío

Ambos protagonizan dos filmes del independiente neoyorquino Wayne Wang

Ayer, la Berlinale se pareció por fIN, después de varios días de sequía, a un festival de cine. Dos célebres actores estadounidenses, Harvey Keitel y William Hurt, avalaron con su presencia la proyección de los dos filmes que ambos protagonizan, dirigidos por un joven cineasta neoyorquino llamado Wayne Wang: Smoke y Blue in the face, muy interesante el primero e insignificante el segundo. Por razones completamente ajenas al cine, también atrajo multitudes la mediocre pelíula canadiense When night is falling.

Estas pintorescas razones no podían ser otras que las derivadas de una escena e...

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Ayer, la Berlinale se pareció por fIN, después de varios días de sequía, a un festival de cine. Dos célebres actores estadounidenses, Harvey Keitel y William Hurt, avalaron con su presencia la proyección de los dos filmes que ambos protagonizan, dirigidos por un joven cineasta neoyorquino llamado Wayne Wang: Smoke y Blue in the face, muy interesante el primero e insignificante el segundo. Por razones completamente ajenas al cine, también atrajo multitudes la mediocre pelíula canadiense When night is falling.

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Estas pintorescas razones no podían ser otras que las derivadas de una escena erótica, realmente atrevida, entre dos preciosas muchachas, y con la mórbida guinda de ocurrir en una pista de circo y debajo de un trapecio. Es decir: el no va más, el más difícil todavía, de una retorcidilla cineasta canadiense llamada Patricia Rozema, cuyo supremo mérito profesional es haber logrado dar un nombre a este innombrable festivalillo, que ya es conocido en la historia universal de la infamia como "la Berlinale del polvo bajo la lona".Poco antes de esta atlética polvareda femenina, cuatro hombres (William Hurt y Harvey Keitel, acompañados por Wayne Wang y el escritor Paul Auster, célebre novelista, autor del maravilloso guión de Smoke) crearon por fin un verdadero día de festival de cine: una auténtica película en la pantalla y un grupo de artistas de primer rango mundial debatiéndola acto seguido, encarados frente a una jungla de plumas, magnetófonos, micrófonos de radios y cámaras de televisión, que devoraban y trasladaban sus palabras y sus gestos a los, oídos y los ojos de medio planeta.

Palabras bordadas

Paul Auster está a la altura de sí mismo y ha escrito en Smoke bordados de palabras, que dichas por Harvey Keitel ("Los hombres no hacemos falta. Mira mi caso: soy un hijo de puta y eso significa que existo sin necesidad de tener padre", o "Ten cuidado con lo que le dices a ese tipo. Es escritor. Tú le cuentas una historia y él se lleva la pasta"), William Hurt ("Hubo una vez un hombre que se fue a esquiar y se lo tragó la nieve. Tenía un hijo, éste creció y cuando era mayor un día se fue a esquiar. Al llegar a lo alto de la montaña, miró a sus pies y vio un cadáver congelado. Era su vivo retrato, pero más joven que él. Y así pudo conocer a su padre como si fuera hijo suyo") o Forest Whitaker ("Hace 12 años, Dios me miró y me dijo: 'Cyrus, además de malo eres tonto, así que como castigo voy a cargarme a tu mujer, y luego te dejaré mutilado en un accidente'. Y se llevó a mi mujer y me dejó manco, de modo que ahora no me queda más remedio que espabilar y ser buena persona") multiplican su eficacia.

El joven Wayne Wang, ante la presencia de estos cuatro gigantes, uno de la escritura y tres de la interpretación, se crece de la única manera sagaz que tiene un director en estos casos: haciendo crecer su humildad. Su cámara se enamora de lo que filma y se funde en ello, desapareciendo y eludiendo la tentación de otro estilo que no sea el de la transparencia. Y la película, así concebida y compuesta, discurre sobre un tiempo cuyo paso no se nota, de modo que sus dos horas se convierten en ese imperceptible instante que hay entre respirar y respirar.

Keitel, Hurt y Whitaker trenzan con apasionante facilidad y eficacia los hilos (desde lejos segregados por la fuente del guión de Robert Altman, en Vidas cruzadas) de un relato complejo, emocionante, divertido, de gran altura y desbordante libertad, que es a su vez un canto a la libertad misma.

Ocurre en Brooklyn y convierte a este rincón neoyorquino en una metáfora del mundo contemporáneo, tanto en lo que éste tiene de miserable como, por contraste, de esperanzador y diáfano, de modo que hay algo difícil, quizá imposible, de definir y capturar en la vieja esquina donde, contra viento y marea, se mantiene la tienda de tabacos que Keitel convierte en un lugar casi clandestino, donde convergen y se miran con amistad e ironía los supervivientes de las formas no efímeras de vivir, en un mundo déspota y glorificador de lo pasajero y lo caduco.

Un regalo para esta edición de la Berlinale, que en los cuatro días que le quedan puede, si la cosa sigue como ayer, salvarse, del naufragio total.

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