Tribuna:

Autismo sacramental

A finales del XIX, casi nadie aún sabía a ciencia cierta que hay dolores viciosos que, como frases hechas, pueden durar un siglo. De ahí que tantos lloraran, por las esquinas romas del polvoriento imperio, sobre aquello que huía a disfrazarse de irrepetible urgencia: el propio siglo, la hacienda de ultramar o el honor. Y ahora mismo nos acercamos a las celebraciones del 98 con mayor prisa que vergüenza, ansiosos a las claras, de poder reflejar también nuestra capacidad innata para la despedida. Lo que ocurre es que no sabemos de qué leches debemos despedimos. Arrecia, pues, el llanto, p...

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A finales del XIX, casi nadie aún sabía a ciencia cierta que hay dolores viciosos que, como frases hechas, pueden durar un siglo. De ahí que tantos lloraran, por las esquinas romas del polvoriento imperio, sobre aquello que huía a disfrazarse de irrepetible urgencia: el propio siglo, la hacienda de ultramar o el honor. Y ahora mismo nos acercamos a las celebraciones del 98 con mayor prisa que vergüenza, ansiosos a las claras, de poder reflejar también nuestra capacidad innata para la despedida. Lo que ocurre es que no sabemos de qué leches debemos despedimos. Arrecia, pues, el llanto, pero se desdibuja el motivo.En el terreno movedizo de la escritura, nunca fue menos fácil determinar si los divulgadores de hoy se quejan de lo cosechado con creces o del Maeztu virtual que no termina de adquirir el conveniente estado sólido. Así no hay forma de recapitular; y de regeneramos, todavía menos. En cambio, aquellos otros, nuestros antepasados finiseculares, eran conscientes de que estaban diciendo adiós a cosas muy concretas, tales como "las sensaciones jamás adivinadas". Bastaba entonces con que cualquier autor figurativo sacara a relucir el víngulo para que ya el curioso lector supiera que semejante gesto equivalía a ceñirse a algo. (De ceñirse ahora a algo, ¿qué no habría que sacar?). Hubo, pues, cierto gusto al fijarse en la nada que se les escapaba.

A fin de cuentas, ya era lo huidizo lo más palpable: risas cristalinas, asquerosos cafés, salones vergonzantes, desnudos brazos blancos, copas chocantes, licores ambarinos, mantelitos de tafetán, luciérnagas, fichas de dominó marfileñas, paisajes con aspecto de mansedumbre austera, modernidad ferrocarrilera, cuchicheos frondosos y, al cabo de cualquier corte de manga, la aparición majestuosa de un guante. Para colmo de perfección pasada de rosca, los autores exhibían parejas donde ellas, siempre hacendosas, hacían lo que fuera mientras ellos disimulaban; y les era suficiente un relámpago descriptivo para plasmar esa nueva filosofía de la vida en abstracto: "apeóse ella del carruaje que el cochero alejó discretamente". Casi un siglo después, en medio de la ola de calor surrealista que nos invade, ha tenido que ser un poeta cubano quien enarbole el cíngulo de la literatura comparada para reconducirnos a detalles precisos. En un encuentro organizado por nuestro Ministerio de Asuntos Exteriores, ese bardo aguerrido ha demostrado que la poesía social de Nicolás Guillén es más hija del aire de Calderón de la Barca que del ciclón de Carlos Marx. ¡Puro autismo sacramental! Que una vez convertido el apuesto príncipe en Segismundo Obrero, nada impide que a Fresa y chocolate le siga otra película titulada El sumo comandante de Zalamea. Pues a fe que es instructivo, en virtud del libre albedrío, releer a nuestro clásico con Música de sóngoro-cosongo: "¿Qué soberano poder / hoy ser al no ser le ha dado, / que yo conmigo he pasado, / sin mí, de no ser al ser?" Eso es.

Y, cogido el tranquillo de lo analógico, ha de sonar la hora vespertina en que algún escritor mexicano, tipo Aguilar Camín, desempolve La amada inmóvil para ceñirse al primoroso párrafo en el que Amado Nervo le ofreció al doctor Freud, en bandeja de plata azteca, la orgánica substancia del sueño autista: "Ya habría que alejarla de nosotros como a una cosa impura, nefanda; ¡que esconderla en un cajón enlutado y hermético¡, y llevarla lejos, por el campo llovido, por los barrizales infectos, para meterla en un agujero sucio y glacial. ¡A ella, que había tenido mi hombro viril y seguro como almohada de su cabecita luminosa!" A cada siglo, sus luces.

Y, a cada país, su analogía y su lenguaje, que por acá procuran confundirse. Nuestro ejemplar más vivo se llama Chiquito de la Calzada, estrella predilecta de la televisión y faro manifiesto del populismo en auge. Se parece a Chiquito de El Ferrol, lo mismo antes que después del 20-N. Pero personifica, a la manera española, la posmodernidad de lo inacabado, lo chapucero del consenso y la fragilidad de la transición. Le basta con decir gangosamente lo que luego repiten muchos con patriótica valentía: "¿Te das cuen ... ?"

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