Tribuna:

Culturalmente correcto

Pasado el día de la raza en Babia, nada acaso más razonable o neutro que repasar ahora algunas tentaciones culturales que, desde el exterior y en lo inmediato, nos reclaman de cerca. No se trata, pues, aquí de sacar a ventilar lo impropio por la dubitativa ventana: si pasamos al segundo tomo de los Diarios de Robert Musil, pongamos por caso, o al primero de Dits et écrits, de Michel Foucault, sin descartar tampoco la posibilidad salomónica de darle una calada a la Retórica de lo sublime, de Gianni Carchia. Ésas son decisiones privadas, que el perezoso sueña siempre azarosa...

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Pasado el día de la raza en Babia, nada acaso más razonable o neutro que repasar ahora algunas tentaciones culturales que, desde el exterior y en lo inmediato, nos reclaman de cerca. No se trata, pues, aquí de sacar a ventilar lo impropio por la dubitativa ventana: si pasamos al segundo tomo de los Diarios de Robert Musil, pongamos por caso, o al primero de Dits et écrits, de Michel Foucault, sin descartar tampoco la posibilidad salomónica de darle una calada a la Retórica de lo sublime, de Gianni Carchia. Ésas son decisiones privadas, que el perezoso sueña siempre azarosas, mientras que el ser activo, pasivo a cada otoño, las considera, después de todo, perfectamente aplazables. Sería, y vamos a entendemos en seguida, como ir o no a París este mes de octubre para ver los azules de Poussin; poner a escape un disco de Rita Montaner ("¡Ay, qué sospecha tengo!"); enviar una nota bibliográfica a Bulgaria, que ya es privanza; responder a una encuesta sobre los nuevos rumbos del flamenco; salir al cine a comprobar si Sexo oral es de verdad lo insulsa que algunos dicen o colocar en la balanza del insomnio, entre preces, ora una catedral, ora un liceo. Titubeos, en suma, de saltimbanqui neura.Mas hay otros reclamos o invitaciones que tienen un carácter puntual, respondan a una solicitud objetiva o a un guiño afectuoso. Independientemente de nuestro estado de ánimo, suceden: en el día y en los minutos precisos. Mañana, sin ir más lejos, en el teatro madrileño de La Zarzuela, se estrena una ópera, La madre invita a comer, de Luis de Pablo y Vicente Molina Foix. El próximo lunes, a eso del mediodía, se presenta el número de la revista Poesía dedicado a Almada Negreiros. Esa misma tarde cabe asomarse ya ("Y usted, Chiquito de la Calzada, ¿qué opina de lo del Reina Sofía?") a la juventud de Dalí y a la senectud del surrealismo patrio, que aquí lo surrealista nos ha salido terco al par que involuntario. El martes, presentado por Savater, dará Cabrera Infante su conferencia magna: "Parodio y no por odio". Y el jueves, hasta las tantas de lamadrugada, fiestón de la revista El Urogallo por haber llegado al número 100. Hasta el presente, acudir a todas y cada una de estas proposiciones culturales no entrañaba mayores riesgos que los del entusiasmo, la indiferencia o el desencanto al final de la función. Ahora ya no es igual, pues también ha empezado a hablarse, por los sociológicos codos, de lo culturalmente correcto. Sí, de algún tiempo a esta incierta par te -que es como suelen venir rodadas casi todas las cosas-, hay mucho voluntario dispuesto a damos su tajante diagnóstico sobre el estado de ese cuerpo huidizo que se le asigna, mal que nos pese, al fantasma de la cultura.

Según el dermátologo al que escuchemos, nuestra certeza de acompañamiento moverá la cabeza en uno u otro sentido, descubriendo lacras efervescentes por acá o culebrillas por allá, que se prestan, aunadas y por separado, a una sana inquietud social. Aseguran algunos que no se puede ser cómplice de una tribu cultural que chapotea en los ismos de la decadencia: elitismo, culturalismo, hermetismo, conceptualismo, cinismo y todo cuanto rime con semejante hedor. Otros, tal vez más deseosos de gozar de la vida de segunda mano, atizan cuando azuzan: "¡Ya no se mójan!" Y empapados andan muchos papeles con la llantina de esos terceros que tienen el coraje de poner la llaga en el dedo meñique: triunfa lo facilón, lo trivial, la cursilería y la bazofia.

A cuerpo descubierto, y a caballo entre el Nobel y el Planeta, ¿quién tendrá más razón? Quizás todos la misma, la de siempre, siempre que a dicha anomalía no se le pida un cuerpo joven, amén de místico, incapaz de aturdirse ante tal variedad de diagnósticos. Unos y otros tienden a evidenciar, con diferentes disfraces, que es el terror al fraude lo que hace parlanchín al semiculto, moralizante al ganso y decidido al desnortado. Lástima que ninguno alcance a consolarse con aquello que apuntaba Karl Krauss: "La cultura termina en cuanto los bárbaros se escapan de ella".

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