Tribuna:

La mejor memoria

Carrasco es una zona residencial que se encuentra a pocos kilómetros de Montevideo y se extiende frente a las aleonadas masas marinas del Río de la Plata. El edificio más representativo de Carrasco es el hotel del mismo nombre, una suntuosa construcción modernista. En otros tiempos, los tiempos del esplendor uruguayo, antes de Dan Mitrione y los milicos, fue brillante escenario de bailes y saraos que ya pertenecen a la leyenda de Montevideo.Cuando entonces, como hubiera dicho Juan Carlos Onetti, estuvo hospedado allí -febrero de 1934- Federico García Lorca. Carrasco era en aquella época un ele...

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Carrasco es una zona residencial que se encuentra a pocos kilómetros de Montevideo y se extiende frente a las aleonadas masas marinas del Río de la Plata. El edificio más representativo de Carrasco es el hotel del mismo nombre, una suntuosa construcción modernista. En otros tiempos, los tiempos del esplendor uruguayo, antes de Dan Mitrione y los milicos, fue brillante escenario de bailes y saraos que ya pertenecen a la leyenda de Montevideo.Cuando entonces, como hubiera dicho Juan Carlos Onetti, estuvo hospedado allí -febrero de 1934- Federico García Lorca. Carrasco era en aquella época un elegante balneario. Una placa en el vestíbulo del hotel recuerda, a instancias de la Intendencia (el Ayuntamiento), aquella estancia, aquella estadía, según dicen allá, que ha permanecido fulgurante, como el paso de un cometa, en la mejor memoria de la ciudad. Cuando entonces, en efecto, el poeta escribió, creó, pronunció varias conferencias y se divirtió junto al mar y en aquellos magníficos carnavales de negros, lentejuelas y alegorías.He visitado el hotel, que hoy vive una existencia menos esplendorosa que en aquella época, un día nuboso y hostil del invierno austral, en medio de una luz plana y cenicienta que ponía el color de la desolación sobre todas las cosas. Bajo los altos techos macilentos, uno sentía agobiarse el ánimo, y de tales pesadumbres sólo lo apartaba la pequeña placa de metal que parecía emitir su propio resplandor y lo remitía a aquella gloria estival de cielos y tierras que el poeta contempló. Lo que allí fulgía era también la mejor memoria de España.

Los poetas oponen una extraña resistencia al olvido. Madrid está sembrada de placas y lápidas que recuerdan presencias, obras, huellas literarias que fueron antes caminos, aliento existencial, sustancia terrestre. No figuran en las guías turísticas y es mejor que así sea. Ellas son la antítesis de las exhibiciones horteras de la cultura espectáculo, como ésa de los boteros gordos que en el paseo de Recoletos los madrileños llevamos soportando varios meses, a la mayor gloria de ilustrados munícipes, marchands avizor y siempre oportunas cuentas corrientes. Automovilistas irritados -y con razón-, algunos bobos ilustrados y resignada indiferencia de los más componen de momento los resultados de tan populosa exhibición; el resto nos lo comunicará algún acrisolado edil cuando corresponda, como esperamos nos informe sobre la mejora de la calidad de vida que han supuesto las pintorescas estatuillas dedicadas a la violetera y cosas así.

Estas placas conmemorativas son, en cambio, y por lo general, recordatorios que a nadie molestan. Algunos dirán que poco o nada tienen que ver con la cultura, que estamos ante una suerte de dudoso fetichismo, y más aún: que incluso placas y lápidas pueden representar una traición al espíritu del presuntamente homenajeado, como le ocurrió a Luis Cernuda al enterarse de que en Londres, en la casa donde vivieron Arthur Rimbaud y Paul Verlaine, una pareja maldita, se había descubierto, con asistencia de las autoridades, una lápida en su honor que tendía, así, sobre aquellos dos heterodoxos el manto de una imposible respetabilidad. La anécdota inspiró a Cernuda el poema Birds in the night, uno de los más amargos que escribió nunca.

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Pero ya se me dirá qué respetabilidad pretendían alcanzar los franceses residentes en Bruselas que en 1991, con motivo del centenario de la muerte de Rimbaud, colocaron una lápida en la pared donde estuvo el hotel, cerca de la Grande Place, en el que Verlaine disparó sobre su amigo, que lo denunció a la policía: sólo el homenaje de un puñado de lectores dispuestos a aceptar la verdad de unas vidas difÍciles, que supieron, sin embargo, trasfundirse a la alta verdad de las palabras.

Es cierto, existe este riesgo de la manipulación -¿dónde no lo hay?-, pero estas mínimas geografías de la literatura crean otros espacios, habilitan otros territorios, por mínimos que sean, que recuerdan que la ciudad no es propiedad de los jinetes motorizados con el tubo de escape abierto o de las fervorosas muchedumbres balompédicas que amputan a las estatuas para celebrar las victorias de sus equipos de fútbol. Muchos alcaldes sienten amor o debilidad por estas cenagosas criaturas, cuyos votos deben de tener, a lo que parece, calidades especiales. Esas placas conmemorativas, pájaros constantes del recuerdo, son elogiables casi siempre, incluso cuando evocan a figuras muy menores, porque el arte no existe al cabo sin ellas, que son un poco el telón de fondo sobre el que se desatan los nombres verdaderamente sustanciales.

Como el de Federico García Lorca, a quien uno, iluminado por el pequeño sol de la pequeña placa del hotel Carrasco de Montevideo, tenía derecho a imaginarse, una mañana inclemente del agosto austral, contemplando, desde sus balaustradas, sesenta años atrás, la infinita teoría de las olas del Río de la Plata, en un salto vertiginoso que abolía los murallones sin fin del tiempo y de la muerte.

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