Tribuna:

¿Quién es R. L.S

Una vez vi a Juan Benet llorar. Era un día después de la muerte de Carlos Barral y mientras tanto estaba muy enfermo otro de sus grandes amigos, Juan García Hortelano. Se le iba la vida, como un milagro inverso, y aquel hombretón vasco y castellano, aquel ser que disimulaba la ternura detrás de la muralla de su supuesta indiferencia, no fue capaz de contener el penúltimo suspiro. Lloró como un muchacho, y como un niño, y después se fue, como el otoño, en busca de los papeles viejos en los que escribía para sobrevivir a su propia extrañeza de estar vivo.Por las mañanas acudía caminando a su ofi...

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte

Una vez vi a Juan Benet llorar. Era un día después de la muerte de Carlos Barral y mientras tanto estaba muy enfermo otro de sus grandes amigos, Juan García Hortelano. Se le iba la vida, como un milagro inverso, y aquel hombretón vasco y castellano, aquel ser que disimulaba la ternura detrás de la muralla de su supuesta indiferencia, no fue capaz de contener el penúltimo suspiro. Lloró como un muchacho, y como un niño, y después se fue, como el otoño, en busca de los papeles viejos en los que escribía para sobrevivir a su propia extrañeza de estar vivo.Por las mañanas acudía caminando a su oficina, donde tenía una mesa llena de proyectos y fetiches, y delante de aquel tablero casual conservaba fotos sin marco en las que condensaba algunos episodios de su vida más secreta, la que se desarrollaba entre ladrillos inmortales para alumbrar el agua a los puentes en los rugosos pantanos de la península seca.

Creía en el agua como en la literatura, y al agua le dedicó la parte más luminosa de su vida, aquella que se desarrollaba de día; la otra, la que vivió en la penumbra, tenía una luminosidad diferente: la que la noche le da al día. Una de esas fotografías guardada en su oficina de Madrid le representaba justamente en una de sus obras más queridas, el pantano del Porma, en León, donde diseñó una de las operaciones de conservación y traslado de agua más laboriosa que jamás se haya dado en la Península. Guardaba esos documentos gráficos como un símbolo de su pasión, pero no hacía ningún alarde: esto lo hice yo.

En realidad, nunca hizo alarde de nada. Su vida literaria fue altamente necesaria, como su propia respiración humana: sin su contribución es imposible imaginar la literatura que se hizo aquí y que se tradujo en su tiempo. A esta hora del año hubiera estado viajando con Luis Carandell o con Manuel Vicent hacia la casa de Ferlosio en Coria. Era un ingeniero a esas horas y siempre, que se sabía la tierra, sus denominaciones y su destino, y él no lo olvidaba: era su pasión, la parte de atrás y también la más querida de su vida. Uno de esos trabajos fue, precisamente, la presa del Porma, en León, que anegó ocho pueblos y que creó el éxodo de muchas personas hacia otras zonas de la región o hacia exilios diferentes. El tiempo, y Obras Públicas, reconoció su trabajo de ingeniero tantos años después que ya fue cuando estaba muerto, el año pasado, y le pusieron al pantano del Porma el nombre de Juan Benet.

Ahora unos olvidadizos del Todo reclaman que el pantano vuelva a llamarse Porma; no quieren otra cosa que eso: no quieren que se seque lo que hizo Benet, ni quieren que de allí salga oro, plomo o plata; lo que quieren es que desaparezca de aquella frontera maravillosa que hay entre el agua y los hombres el nombre del autor de Volverás a Región. Y para pedir eso, los 5.000 firmantes de un manifiesto de la Unión del Pueblo Leonés han organizado para mañana una romería. Benet hubiera ido y les hubiera señalado el camino entre su nombre y su ambición, y los romeros hubieran encontrado tan chiquita la raya que ni tenían que haberse molestado en organizar barbacoa alguna.

Con su goma de borrar nombres propios, el propio Juan hubiera dejado anónimo el pantano. Juan Benet era como ese R. L. S. que esta semana ha puesto en pie en los relatos veraniegos de EL PAÍS Juan Marsé, un escritor desleído que no quiso estar ni figurar ni nada. Demasiada gloria tuvo siendo así como para que ahora tenga importancia una mezquindad como ésta. Además, en León. Uno de aquellos leoneses cuyo pueblo dejó de existir por la presa del Porma fue Julio Llamazares, el admirable novelista de El río del olvido. Eran amigos Benet y él, y muchas veces, cuando se encontraban en El Limbo, un bar que frecuentaban, el viejo escritor le recordaba al joven aquella circunstancia, y luego le daba una palmada en la espalda e invariablemente le gastaba la misma broma:

-Anda, Julio, que gracias a mí te hiciste escritor.

Tenía mucho mejor sentido del humor que quienes le niegan el pan, la sal y el origen del agua.

Toda la cultura que va contigo te espera aquí.
Suscríbete

Babelia

Las novedades literarias analizadas por los mejores críticos en nuestro boletín semanal
RECÍBELO

Archivado En