Tribuna:

'Tal como éramos'

El título de una película de Sidney Pollack y la frase de su protagonista: "Sería estupendo que ya fuéramos viejos, y ya todo esto hubiera pasado, sería como si fuéramos jóvenes", me han incitado a reflexionar sobre nuestra actual situación política y algo que Ángel González encierra en dos versos, tan simples como hermosos: "Para vivir un año es necesario / morirse muchas veces mucho".¿Quiénes somos nosotros? Me refiero a un grupo de españoles que sufrimos las consecuencias de la guerra civil sin haberla vivido. Los que nacimos entre 1930 y 1950, los que ahora tenemos entre 40 y 50 años. Las ...

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El título de una película de Sidney Pollack y la frase de su protagonista: "Sería estupendo que ya fuéramos viejos, y ya todo esto hubiera pasado, sería como si fuéramos jóvenes", me han incitado a reflexionar sobre nuestra actual situación política y algo que Ángel González encierra en dos versos, tan simples como hermosos: "Para vivir un año es necesario / morirse muchas veces mucho".¿Quiénes somos nosotros? Me refiero a un grupo de españoles que sufrimos las consecuencias de la guerra civil sin haberla vivido. Los que nacimos entre 1930 y 1950, los que ahora tenemos entre 40 y 50 años. Las generaciones que participamos activamente y corrimos algunos riesgos contra el régimen de Franco. No conviene exagerar: tan sólo éramos unos pocos miles de personas. ¿Qué nos unía? Un elemento aglutinante infalible: un común enemigo. Para todos nosotros, a quienes de una u otra manera Franco nos machacó la juventud, aquel general de aspecto intrascendente era el enemigo. ¿A qué aspirábamos? A todo. Nada menos que a todo. A cambiar el mundo y a cambiar nuestras vidas.

¿Cómo éramos cuando Franco murió? Éramos 20 años más jóvenes y nos veíamos impetuosos, apasionados, arriesgados, vehementes, soñadores, utópicos, devastadores y... pacifistas. Es posible que junto a esos sentimientos tuviéramos también los gérmenes de otras actitudes menos nobles, pero estábamos convencidos de que podríamos hacerlo prácticamente todo: renovar la sociedad, acabar con las señas de identidad de un pasado que nos abrumaba como 20 siglos de historia... Habíamos pensado en eso desde que salimos de los silencios perturbadores que, agobiaron nuestra infancia, nuestra adolescencia y nuestra juventud: desde que escapamos de las angustias heredadas. Estábamos seguros de que con las pocas ideas que teníamos podíamos llegar a ser dueños del mundo, de nuestro mundo, de ese mundo libre que habíamos empezado a conquistar. Pensábamos... La verdad es que nuestros deseos eran tan ardientes que sólo teníamos tiempo para sentir y no tanto para pensar, teníamos tantas ganas de pelear que apenas nos daba tiempo de entender para qué peleábamos.

Visconti vio en El gatopardo la historia de su propio destino y la historia de su propia clase. El gatopardo es una historia de apatía y fatalismo: el antiguo régimen se ve obligado a aceptar un nuevo liderazgo y éste se va a comportar de la misma forma, o aún peor, que el antiguo. La economía de Sicilia aparece paralizada y, mientras, los aristocráticos terratenientes observan el inminente hundimiento que abrirá el camino hacia el poder de los italianos del norte y los mafiosos de la clase media. El patriarca de la familia Salina, que en el libro representa al autor, el príncipe de Lampedusa, y en el filme retrata al propio Visconti, envejece: ha intentado adaptarse y proteger a su familia, pero no ve ningún papel para él en el nuevo régimen: todo sigue igual, pero el Gobierno ha empeorado. Garibaldi actuó de buena fe, pero los propietarios y oportunistas se apresuraron a explotar esa situación de cambio para su propio beneficio. Dio pie a la nueva opresión burguesa. ¿Habrá algún día entre nosotros un Lampedusa que haga revivir en otros la particular nostalgia que hoy sentimos? En el fondo, la historia es una disciplina tranquilizadora, un esfuerzo del espíritu para intentar darle sentido al destino humano, pero lo que puede servir para explicar los avatares de un pueblo, una nación o un imperio, difícilmente llena el vacío angustioso de intentar explicar cada una de las vidas individuales, irrepetibles, únicas, que laten detrás de cualquier colectividad.

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Quiero creer, sin embargo, que la sociedad, la convivencia, pueden mejorar, y de hecho mejoran, sin que la condición humana cambie. El conseguir esos avances debiera ser el objetivo de la política y, arrimando el ascua a mi particular sardina: ése debiera ser el único objetivo de la política de izquierdas. De esta afirmación se deriva una reivindicación de la política como actividad noble de la raza humana, pero también es preciso señalar una cautela: las miserias de las que somos portadores los humanos están presentes en cada uno de los miembros de la sociedad y, en primer lugar, entre los políticos. Confieso que lo que a todo ciudadano preocupa a mí me duele de una manera especial. El PSOE ha sido durante muchos años mi partido, donde he puesto mi grano de arena y donde me sigue doliendo la herida, la personal y la de tantos amigos a los que estimo y a quienes veo cada día sufrir el desgarro que su honradez no merece. Y ya no consiento que ninguno me "tire de las orejas" cuando digo en voz alta lo que ellos piensan en voz baja, porque no tengo nada que perder. No me gusta que se olvide tan fácilmente que he sido yo la que he recibido las más humillantes bofetadas sin que nadie. en el partido, ni en el Gobierno, moviera una pestaña siquiera como signo de comprensión, ni mucho menos de afecto.

Las miserias a las que hacía referencia han hecho aparición con excesiva frecuencia en los últimos años. Es decir, el PSOE, al menos, no ha tomado las cautelas necesarias o, quizá por el contrario, ha excitado los bajos instintos. Los partidos políticos se han mostrado incapaces de limitar la voracidad de sus burocracias, de poner coto a sus gastos: los legales. Y no les han bastado estos crecidos ingresos. Han hecho, además, caso omiso a las leyes electorales que ellos mismos aprobaron y se han cubierto de basura recurriendo sistemáticamente a financiaciones irregulares, es decir, corruptas. Con excepción, afortunadamente y mientras no se demuestre lo contrario, de Izquierda Unida. ¿Por qué ese sospechoso miedo socialista a IU?

Comisiones por obras, créditos impagados y donativos a través de empresas fantasmas son los ejemplos más notorios de esas prácticas degradantes para la democracia. Y si los partidos han recurrido a tales inventos para obtener dinero tan fácil como negro, ¿qué no habrán hecho la legión de mentecatos paniaguados que siempre revolotean alrededor del poder? Simplemente, enriquecerse provocando un agujero negro en el sistema político español del que costará salir algunos largos años. El Gobierno tiene una alta responsabilidad en todo esto y, dentro del partido que lo sostiene, quienes han mantenido contra viento y marea tales prácticas en una actitud de resistencia numantina digna de mejor causa. Por otro lado, los efectos perversos, que sobre la política han golpeado como un huracán, no tienen todos su origen en la política misma, sino que en gran medida tienen su explicación y su causa en una sociedad que no ha asumido los deberes cívicos sobre los que se construye la convivencia democrática. Una sociedad que, además, atraviesa por una crisis moral de gran profundidad.

Para que haya corruptos, se precisa la existencia de corruptores. Quien paga a los políticos no se incluye entre los políticos mismos, sino que forma parte de la llamada sociedad civil. Las empresas contratistas con las administraciones públicas que pagan comisiones; los banqueros que arruinan a sus accionistas mientras mantienen patrimonios inimaginables; la prensa que se nutre de inversiones oscuras, los dossiers que por doquier se elaboran contra todo "aquel que se descuida", el expolio económico y moral a que se somete al país, no están estrictamente en el campo de la política, sino en la élite de la sociedad. Una sociedad indefensa a la que se adula predicando de ella su inexistente perfección.

Llegado a este punto, ¿cómo somos ahora? ¿Cómo pienso yo que somos? Fuimos unos jóvenes prematuramente maduros, nuestra historia anterior nos forjó idealistas, arrojados, soñadores. Somos unos adultos envejecidos. Tenemos la desesperanza de la derrota, el cansancio de las batallas perdidas, el escepticismo del anciano resabido. Ya no somos una familia de impetuosos cachorros. Somos individuos sin amor por nuestra historia y sin ilusión por el futuro. Nunca estaremos mejor de lo que habíamos llegado a soñar que estábamos porque ahora pisamos con demasiada fuerza la realidad. Y pisamos fuerte porque la tierra se nos mueve, porque apenas tenemos utopías. El tiempo se nos ha ido, hemos quemado nuestras naves y el horizonte es una línea que se pierde sin siquiera dejarnos ver cuál es y dónde está el enemigo común, posiblemente porque no tenemos enemigo común, ni sueños, ni proyectos. ¿Realmente queríamos pasar este testigo a nuestros hijos? ¿Un testigo contabilizado en acciones de bolsa?

Prefiero fabular en espera de la ética, apostar por la creación, los sentimientos y el pensamiento, es mi parcela de libertad. No quiero dejar nada tras de mí, pero tampoco la melancolía de quien ha tenido en las manos el pájaro de la felicidad y lo ha dejado escapar, como decía don Pío Bareja. Estoy con el poeta Ángel González, cuando escribe: "No en lugar del acto, no / en el de la renuncia, / jamás en el dominio / de la conformidad, / donde la vida se doblega, nunca".

es directora de cine.

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