Crítica:

Paisaje anegado

La pintura de Alejandro Garmendia (San Sebastián, 1959) consolidó su identidad más sugerente, durante los ochenta, a través de la sorda e inquietante tensión acuñada por dos factores aparentemente opuestos, pero que resultaban a la postre secretamente cómplices. Así, el recurso a una base fotográfica, por lo general centrada en el paisaje urbano, parecía asimilarse a un polo más frío y distanciador, supuestamente inverso al de la carga emocional añadida por las superficies y texturas de otras materias de resonancia pictórica más específica o, incluso, por la incorporación de objetos encontrado...

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La pintura de Alejandro Garmendia (San Sebastián, 1959) consolidó su identidad más sugerente, durante los ochenta, a través de la sorda e inquietante tensión acuñada por dos factores aparentemente opuestos, pero que resultaban a la postre secretamente cómplices. Así, el recurso a una base fotográfica, por lo general centrada en el paisaje urbano, parecía asimilarse a un polo más frío y distanciador, supuestamente inverso al de la carga emocional añadida por las superficies y texturas de otras materias de resonancia pictórica más específica o, incluso, por la incorporación de objetos encontrados.Mas pronto se caía en la cuenta de que ese diálogo establecía su estrategia sobre bases equívocas, cuando el rumor que la memoria afectiva sospechaba en las imágenes se cruzaba a su vez, en una transgresión inversa, con las materias grisáceas y los filtros lechosos que fijaban, sobre el umbral del blanco y el negro, su melancolía desapasionada.

Alejandro Garmendia

Galería Antonio Machón.Conde de Xiquena, 8. Madrid. Hasta el 15 de abril.

Fijaciones urbanas

Uno podría suponer, en ese sentido, que el encuentro con ese arquetipo por excelencia de la metrópoli que Nueva York encarna -tanto en el rumor emocional del tiempo ido como en la exaltación más estricta del presente- había de determinar en la actual etapa americana de Garmendia un recrudecimiento de sus fijaciones urbanas, ya crecientemente sumergidas, desde el noventa, bajo una materia pictórica más densa y gestual. Más bien al contrario -y esa resistencia frente a lo obvio dice mucho a su favor-, el último Garmendia toma, a la postre, derroteros bien distintos. De hecho, los lienzos que conforman esta nueva muestra del artista guipuzcoano testimonian un singular, y aun compulsivo, proceso de cambio.Las dos piezas de mayor tamaño culminan, y ya con una energía sin precedente, el clima de su poética anterior. Lo hacen, además, desde climas y talantes bien dispares; uno, desde un desgarro más bronco; otro, en el exaltado -y muy emocionante- abismo lírico del blanco. Pero el punto de inflexión más obvio y decidido se sitúa finalmente en el ciclo de las tres perfect paintings, allí donde los ecos twomblianos y la turbulenta sensualidad que los verdes introducen abren la poética de Garmendia hacia un horizonte pasional insospechado.

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