Tribuna:

Espacios de la memoria

La obra de Jaume Plensa (Barcelona, 1955) introdujo en el paisaje de nuestra escultura de los ochenta una apuesta de carácter muy singular. Su poética, inquietante, y desgarrada, oscilaba así, con frecuencia, entre el rumor de oscuras evocaciones míticas u orgánicas y una desenfadada inclinación al exceso que confería a ciertas piezas una sensualidad desasosegante y opresiva.Esta nueva muestra nos ofrece dos trabajos soberbios, dentro de esa vía más cercana a la idea de instalación que ha ido dominando las propuestas del escultor barcelonés en los años noventa. En un juego que es muy propio de...

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La obra de Jaume Plensa (Barcelona, 1955) introdujo en el paisaje de nuestra escultura de los ochenta una apuesta de carácter muy singular. Su poética, inquietante, y desgarrada, oscilaba así, con frecuencia, entre el rumor de oscuras evocaciones míticas u orgánicas y una desenfadada inclinación al exceso que confería a ciertas piezas una sensualidad desasosegante y opresiva.Esta nueva muestra nos ofrece dos trabajos soberbios, dentro de esa vía más cercana a la idea de instalación que ha ido dominando las propuestas del escultor barcelonés en los años noventa. En un juego que es muy propio del hacer de Plensa, hay entre esos trabajos una cierta simetría que los hace, a un tiempo, semejantes y opuestos. Ambos se establecen en tomo a una metáfora del tránsito, una imagen que nos incita hacia un más allá imaginario, hacia otro espacio-territorio de la ensoñación y de la memoria- del que la obra no es sino reclamo y, finalmente, también frontera. A su vez, aunque de forma distinta, la luz conduce y fija nuestra mirada ante el umbral que define, mas también nos veda, ese espacio otro. Luego, ya, los términos se invierten para cada caso. El gran cilindro de papel suspendido nos incita a abismarnos hacia un ámbito central, despertando nuestro deseo mediante las siluetas que, a modo de sombras platónicas, la luz interior proyecta sobre la superficie anular.

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Frente a la hipnótica trampa del muro de papel, frágil quimera que debemos circundar, Wonderland nos propone un reto de carácter más sofisticado que, a mi juicio, se encuentra entre los logros decisivos en la trayectoria del escultor. La impactante teatralidad de esa cadencia serial que componen las puertas de hierro, idénticas y equidistantes, adosadas a los muros de la sala justifica sobradamente su efectismo a través del vertiginoso quiebro poético al que sirve de vehículo.

El espectador es ahora quien ocupa el centro, y las puertas las que dan tránsito a un sinfin -por circular, la serie es, como en los mantras orientales, ilimitada- de espacios mnemónicos, puro potencial de lo imaginario. Y Plensa obtiene en este caso un efecto desconcertante, que no sólo modula nuestra percepción del ámbito concreto de la sala, sino que altera decisivamente la identidad de su arquitectura.

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