Tribuna:

España y el fin de la posguerra

Las conmociones económicas y las crisis monetarias nunca han tenido una causa estrictamente económica. Ahora tampoco. Creo más bien que son la consecuencia directa de un hecho más general, que en síntesis se podría definir como el fin de la posguerra.Es cierto, por ejemplo, que las izquierdas europeas andan a la búsqueda de unos espacios políticos y culturales que ya no coinciden con los de antes y que no son fáciles de definir. Pero lo mismo les ocurre a las derechas. Es cierto que la gran creación de la socialdemocracia europea -el Estado de bienestar- choca hoy con dificultades y nos obliga...

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Las conmociones económicas y las crisis monetarias nunca han tenido una causa estrictamente económica. Ahora tampoco. Creo más bien que son la consecuencia directa de un hecho más general, que en síntesis se podría definir como el fin de la posguerra.Es cierto, por ejemplo, que las izquierdas europeas andan a la búsqueda de unos espacios políticos y culturales que ya no coinciden con los de antes y que no son fáciles de definir. Pero lo mismo les ocurre a las derechas. Es cierto que la gran creación de la socialdemocracia europea -el Estado de bienestar- choca hoy con dificultades y nos obliga a replantear algunos de sus fundamentos iniciales. Pero no ha sido sustituido de raíz por un supuesto modelo neoliberal, ni siquiera en los países gobernados por el neoliberalismo más radical.

En realidad, izquierdas y derechas se enfrentan hoy con un mismo problema y, tienen que formularse más o menos las mismas preguntas, aunque sus respuestas no son ni vayan a ser las mismas. Y esto es así por una razón bien sencilla: porque las fuerzas políticas de izquierda y de derecha que han configurado la política y la economía en los últimos decenios se formaron como partidos y desarrollaron sus programas políticos y culturales en un mundo marcado por el resultado de la II Guerra Mundial. Y este mundo se ha acabado.

Durante estos últimos 45 años hemos vivido en un mundo bipolar, lleno de tensiones, sin duda, pero claro y fácil de definir. Unos a un lado, otros al otro. Europa ha vivido 45 años sin guerras generalizadas porque estaba radicalmente dividida en dos bloques cerrados y antagónicos, dirigidos por dos potencias no propiamente europeas -Estados Unidos y la Unión Soviética- que se equilibraban mediante el terror nuclear y no permitían grandes movimientos.

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Mientras el bloque soviético presentaba un modelo nada atractivo ante el cual sólo cabía el rechazo absoluto o la aceptación acrítica, en Occidente se abría paso con dificultades un proceso de integración económica y política -la CEE- que no sólo pretendía dar una respuesta democrática al desafío del Este, sino que era también, un mecanismo de seguridad para impedir que los principales países occidentales -Francia, Alemania, Reino Unido- volviesen a pelear entre sí y precipitar al mundo en otro conflicto general.

Los partidos socialdemócratas y los democristianos, protagonistas principales de este periodo, se desarrollaron, definieron sus modelos políticos y los pusieron en práctica en. aquel contexto. A él se amoldaron también, con mayor o menor entusiasmo, los viejos partidos conservadores y las derechas nacionalistas. Y en él intentaron integrarse los partidos comunistas, que nunca consiguieron superar la contradicción entre la voluntad de gobernar en un bloque y aparecer como prolongaciones internas del otro.

Pues bien, éste es el mundo que se ha acabado de manera bien abrupta desde el derrumbamiento del muro de Berlín. Las viejas seguridades se han vuelto perplejidades, el blanco y negro de antes se ha difuminado, las anteriores correlaciones de fuerzas han cambiado y los equilibrios que parecían estables han dejado de serlo. Todo ello agravado porque en el lugar del anterior bloque del Este, aparentemente monolítico, ha reaparecido la vieja Europa de principios de siglo, con sus mismas divisiones, sus conflictos, sus rivalidades, sus odios nacionales y sus guerras civiles.

La desaparición de la lógica bipolar ha revelado la realidad de un mundo bastante más complejo de lo que se creía o se decía. Al tiempo que las grandes potencias perdían fuerza o se desintegraban se han desarrollado otros centros de poder en todos los continentes. El llamado Tercer Mundo ha dejado de ser un concepto uniforme, puesto que en su seno hay países que se han desarrollado espectacularmente y otros se han hundido más en el subdesarrollo, hay países que se han convertido en potencias militares o ideológicas y otros que se han fragmentado en terribles conflictos internos o regionales. Más todavía. La posguerra ha terminado, pero las alternativas que aparecen por el momento en forma de nacionalismos, de insolidaridades, de fragmentación de grandes marcos estatales, de racismos, de corporativismos, de populismos, no son tales alternativas, sino más bien productos residuales de la fase anterior. No conducen a ningún sitio, pero expresan las angustias y las inseguridades de mucha gente ante un presente que ha cambiado y un futuro que nadie parece controlar.

Ante este panorama, los instrumentos, políticos, económicos y militares forjados para un mundo bipolar son insuficientes, cuando no inservibles. Ésta es la causa profunda de las actuales tensiones económicas. Estados Unidos sigue siendo la principal potencia militar, pero cada vez le es más difícil imponer su propia moneda, el dólar, como patrón de cambio internacional y pagar su propia deuda exterior con papel. Las potencias nucleares dejan de ser potencias porque en el mundo actual el armamento nuclear es militarmente inutilizable. Y en la realidad económica, las nuevas potencias no se corresponden con las que todavía lo son en el plano militar. No es de extrañar, pues, que los partidos políticos, las organizaciones sindicales, las instituciones estatales, las fuerzas económicas, los movimientos culturales que marcaron la evolución de los países occidentales e hicieron posible su desarrollo económico se adapten con dificultades a la nueva situación, e incluso pierdan pie definitivamente.

Dentro de este marco general, es cierto que España ha constituido una cierta excepción. Primero, porque llegamos tarde a la democracia, y cuando los países más desarrollados de nuestro entorno construían sus democracias y prosperaban económicamente dentro de la lógica bipolar, nosotros nos debatíamos para quitarnos de encima la dictadura franquista y no veíamos de la misma manera la situación internacional.

Segundo, porque tuvimos que correr mucho para superar las consecuencias de tantos años de aislamiento, para recuperar el tiempo perdido, para acortar distancias, para coger el tren de la Europa comunitaria y para crear un Estado de bienestar que no existía. En estos 10 últimos años hemos introducido cambios fundamentales en nuestro sistema político y en nuestros mecanismos económicos, hemos crecido a un ritmo superior a los demás y finalmente hemos entrado en la lógica de la Europa bipolar muy poco antes de que ésta cambiase de arriba abajo. En estos años frenéticos ha cambiado nuestra estructura social, ha aumentado espectacularmente el bienestar, pero también se han generado nuevas contradicciones sociales y generacionales. Y cuando los demás empezaban a sentir en sus propias carnes los efectos del gran cambio mundial, nosotros todavía hemos seguido lanzados por el camino de grandes proyectos colectivos y de grandes inversiones en infraestructuras y seguimos luchando por converger con los países más, desarrollados en el seno de la Europa comunitaria, es decir, por reducir definitiva-

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mente las antiguas distancias.

Tercero, porque nuestro sistema de fuerzas políticas se ha formado y desarrollado de manera peculiar, por la suma de los factores anteriores. Mientras la socialdemocracia chocaba con dificultades en los demás países democráticos, en España el PSOE era capaz de pilotar en solitario la inmensa transformación del país. Mientras el centro y las derechas, de otros países se debatían en la contradicción de proclamar el neoliberalismo como doctrina y mantener lo esencial del Estado de bienestar en la práctica, aquí el centro desaparecía y la derecha era incapaz de superar el impacto negativo de tantos y tantos años de gobierno de la derecha bajo dictaduras. Mientras los partidos comunistas de otros países intentaban con éxito desigual adaptarse a los nuevos aires, aquí pervivía la frustración de pasar de ser el primer partido de la clandestinidad antifranquista a un grupo minoritario de la izquierda en la democracia. Mientras en otros países se mantenían mal que bien los partidos de ámbito nacional, aquí florecían los grupos de ámbito regional.

Si un país como el nuestro, que acaba de salir del agujero de tantos años de aislamiento, ha podido aguantar mejor que el Reino Unido, Italia y otros países de la Comunidad, el tremendo golpe de las últimas conmociones monetarias es, en gran parte, por este conjunto de singularidades políticas y, muy concretamente, porque ha contado con un gobierno estable y un liderazgo político sólido.

Lo que ahora se discute es si estas singularidades van a continuar. Desde el punto de vista económico es evidente que nuestras posibilidades y nuestros problemas son ya inseparables del entorno comunitario y no caben opciones válidas al margen de él, aunque, a la vez, se nos abran nuevas perspectivas que sería suicida no valorar en lo que valen, como la de la Comunidad Iberoamericana. Pero, desde el punto de vista político, está claro que sólo el PSOE puede seguir asegurando la estabilidad necesaria para enfrentarse con los retos que nos esperan. Sinceramente, no veo que exista ni a corto ni a largo plazo una alternativa que no pase por el PSOE, bien como piloto en solitario, bien como eje principal e indispensable de otras fórmulas.

Éste es un tema político de gran calado cuya solución está evidentemente en manos de los electores. Pero hay que decir que básicamente depende de lo que el propio PSOE haga, es decir, de si asume a fondo su liderazgo, plantea las cosas con claridad a todos los ciudadanos, reivindica sin complejos su trayectoria, despejando también sin complejos los puntos grises que en ella haya habido, mantiene su unidad y afirma su vocación de futuro, o si se encierra en sí mismo, se debate en querellas mal planteadas y pierde el dinamismo que le ha caracterizado en estos 10 años decisivos.

Éste no es un asunto de unos cuantos, ni un mero problema de partido. Es un asunto que concierne a todos los ciudadanos.

Jordi Solé Tura es ministro de Cultura.

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