Tribuna:

Encuentro sin palabras

Sentados el uno frente al otro, las manos sobre al mesa, las caras igualadas por una idéntica actitud de vigilancia y reserva, los dos hombres se miran por primera vez, aunque ambos se conocen* por fotografías, y esa mutua familiaridad engañosa hace que no concuerden del todo los rasgos que cada uno está viendo con las imágenes que poseía del otro. Sin verse nunca hasta ahora, cada uno sabe tantas cosas de ese hombre simétrico que tiene frente a él que se extraña de que de verdad exista, y, aunque hay otras personas en la habitación un abogado, un traductor, un secretario, una mecanógrafa, un ...

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Sentados el uno frente al otro, las manos sobre al mesa, las caras igualadas por una idéntica actitud de vigilancia y reserva, los dos hombres se miran por primera vez, aunque ambos se conocen* por fotografías, y esa mutua familiaridad engañosa hace que no concuerden del todo los rasgos que cada uno está viendo con las imágenes que poseía del otro. Sin verse nunca hasta ahora, cada uno sabe tantas cosas de ese hombre simétrico que tiene frente a él que se extraña de que de verdad exista, y, aunque hay otras personas en la habitación un abogado, un traductor, un secretario, una mecanógrafa, un guardia de uniforme junto a la puerta cerrada, se miran como si estuvieran solos, como si en este momento no hubiera nadie más en el mundo. Uno de ellos, el juez, el que habla y pregunta en un tono de voz premeditadamente neutro y educado, es más joven que el otro, pero tiene el aspecto de esos hombres que a los 30 años ya se habían desprendido de toda sospecha de juventud. Su cara es muy conocida en el país de donde viene, pues se la ha visto con frecuencia en la televisión y en las portadas de las revistas, pero él parece haberse labrado un espacio de secreto inviolable en el centro de su paradójica popularidad: camina por la calle cercado por guardaespaldas, con la cabeza baja, con una sonrisa esquiva, los ojos ocultos tras unas gafas de sol. En un país corrompido y mugriento donde absolutamente todo, lo mejor y lo peor, sucede manga por hombro, o por casualidad, o de milagro, este juez se ha convertido en una figura, solitaria de rectitud y coraje, y ahora formula una por una sus cuidadosas preguntas sabiendo que el otro no las va a contestar, quedándose en silencio, con la barbilla sobre el pecho y los labios apretados, mientras el traductor las repite en euskera, midiendo la duración de los silencios del otro como si fuera posible adivinar en ellos la respuesta a un enigma, el de las palabras no dichas, el de la mirada firme y fría que se posa en él y también lo interroga.El otro, el preso, calla y mira los ojos del juez. Dicen en la radio que mientras lo miraba y escuchaba sus preguntas sonreía. Tranquilamente, como pensando en otra cosa, como el que en medio de una conversación añora algo lejano y por un instante no oye ni ve lo que tiene más cerca. Debe de ser un hombre fornido. agrandado por las comodidades y las rutinas de la madurez, parte de las cuales han consistido para él hasta hace muy poco en ordenar crímenes y en administrar las contabilidades del terror y el chantaje. Su nombre, o su apodo, nos es tan familiar como el nombre del juez, pero su cara ha permanecido casi siempre a salvo de las fotografías: ahora, mientras calla y sonríe, tan próximo, al otro lado de la mesa, tendrá un aire desconcertante y afable de hombre común, sobre todo si por cortesía le han quitado las esposas y sus manos, que han manejado pistolas, yacen, grandes y pacientes, sobre la madera barnizada, a muy poca distancia de las manos del juez, más blancas y más delgadas, piensa uno tan elusivas como sus ojos o como el gesto con que vuelve la cara cuando. se le aproxima un fotógrafo.

Mientras una cinta de casete gira en vano y los dedos de una secretaria sostienen un bolígrafo a un centímetro del papel en blanco o aguardan suspendidos sobre el teclado de una máquina, los dos hombres permanecen tan inmóviles y tan en guardia como dos jugadores de ajedrez, tan fuera del tiempo como los jugadores de naipes de Cézanne, escuchando, en los intervalos de las preguntas, el deslizarse de la pequeña cinta magnética en la que quedarán registrados la voz del juez y el silencio del otro, el ruido del tráfico de París más allá de los enfáticos ventanales franceses. Lo que hay detrás de la mirada del prisionero es inaccesible: en su sonrisa se acentúa, a medida que el interrogatorio progresa, un matiz de aburrimiento, de desdén o de burla. El rostro del juez, habituado al automatismo de la severidad, no expresa nada. Al cabo de dos horas y de 70 preguntas, el prisionero es devuelto a su celda y el juez emprende el regreso a Madrid. Cada uno piensa en el otro y recuerda su cara, y los dos saben que volverán a verse y que repetirán, tan solos como ahora, su enconado duelo de silencio.

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