Tribuna:VIVIR PARA CONTARLO

Casi verano

Apenas han terminado de florecer los almendros y ya están abiertas las heladerías. La luz de las mañanas vibra con la ofuscación hiriente de las primeras mañanas calurosas de mayo, y la declinación de la tarde tiene una calidad rosada en la línea que divide los aleros de los edificios y el azul quieto del aire donde ya aletean a destiempo los murciélagos. Contra toda costumbre, el verano de la realidad irrumpe antes que el de los escaparates de las tiendas de modas, y ya hay mujeres que salen sin medias a la calle y cruzan los semáforos con las piernas desnudas y todavía muy blancas, con blusa...

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Apenas han terminado de florecer los almendros y ya están abiertas las heladerías. La luz de las mañanas vibra con la ofuscación hiriente de las primeras mañanas calurosas de mayo, y la declinación de la tarde tiene una calidad rosada en la línea que divide los aleros de los edificios y el azul quieto del aire donde ya aletean a destiempo los murciélagos. Contra toda costumbre, el verano de la realidad irrumpe antes que el de los escaparates de las tiendas de modas, y ya hay mujeres que salen sin medias a la calle y cruzan los semáforos con las piernas desnudas y todavía muy blancas, con blusas translúcidas que llevan desabrochados los primeros botones. El desastre que anuncian los informes de los meteorólogos, el probable apocalipsis de bosques incendiados y de desiertos futuros que ya está sucediendo, tiene en la ciudad una apariencia casi lírica de verano prematuro, de primavera tranquila que puebla de veladores y de pájaros las calles que hasta hace nada ocupó el invierno. Nadie se acuerda de cuándo fue la última vez que vio llover, porque en la ciudad, en las ciudades; muy poca gente echa de menos la lluvia, la conciben como un fondo tedioso para los cristales opacos, como un contratiempo que interfiere el tráfico y vuelve difíciles los taxis. El agua, en la ciudad, sale dócilmente de los grifos, no cae del cielo ni brota de los manantiales de la tierra.La lluvia, como en el poema de Borges, sucede siempre en el pasado. La lluvia parece ya un atributo de la mala literatura, de las melancolías antiguas de provincias, de las películas en blanco y negro, donde sus hilos falsos chorreaban por los sombreros de los héroes y bruñían las hélices de los aviones y las carrocerías de los coches en los que escapaban los gánsteres por carreteras secundarias. Para la gente del campo, la que todavía queda, la lluvia es otro de los dones que le han arrebatado con inexplicable crueldad los tiempos modernos. Ven que se pierden las cosechas, que se trastornan los ciclos de las estaciones, y mueven la cabeza con un pesado sentimiento de estupor y despojo, acordándose de los gozosos temporales de hace 30 o 40 años, cuando durante semanas enteras no dejaba de oírse desde el interior de las casas el ruido olvidado de la lluvia, saltando a la calle por los canalones de zinc, golpeando las tejas sueltas, bajando en arroyos por los empedrados, empapando la tierra y las cortezas de los árboles, o cayendo en silencio, con un sigilo de niebla, sobre los surcos oscuros, inundándolos de una fertilidad poderosa que levantaba un vapor tenue sobre el verde recién brotado en las primeras mañanas de sol.

Los días de aceituna, en invierno, si al despertarnos oíamos la lluvia, era que nos podíamos quedar tranquilamente en la cama, y su sonido hacía más dulce el calor de-las mantas o el de las ascuas del brasero. Hay una parte de uno mismo que se . mantiene inalterada a través de los años, una memoria que se obstina en los anacronismos y en las promesas de la felicidad y se rebela sordamente contra la ausencia de la lluvia y no acepta la tiranía de esta claridad perpetua de verano, tan excesiva como la de esos anuncios de saludables Californias que suelen verse en la televisión. Es un desasosiego muy semejante al de los viajes transoceánicos o al de los cambios de hora, una necesidad de que el tiempo acomode su ritmo a las lentitudes de la vida, una nostalgia intolerable no de ningún paraíso, sino del hecho simple y olvidado de que al salir a la calle inunde el aire el olor de la lluvia o haya que salir corriendo para buscar el refugio de un alero o de un toldo. Pues sólo entonces será posible otra delicia que también pertenece ahora al pasado, la de descubrir cualquier mañana que ha dejado de llover, que el sol deslumbra el asfalto de la ciudad y las hojas de los árboles, que van a abrir muy pronto las heladerías y las mujeres han guardado las medias hasta el próximo invierno y han salido con las piernas desnudas. Dice hoy el periódico que por el noroeste se acerca la lluvia: si es cierto, cuando la vuelva a oír y la huela en el aire tendré la sensación de recobrar los olores de un sueño.

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