Hampstead-Teherán-Damasco-Hampstead

Salman Rushdie anda estos días ultimando un nuevo plan de fuga: "He llegado a un punto en que me niego a seguir encerrado en una caja". Ha probado otras fugas, pero sin suerte, la más espectacular de ellas repudiar Los versos satánicos y abrazar la fe islámica.Rushdie era la estrella de los salones literarios londinenses, agudo, ocurrente y mordaz. Seguro de sí mismo y de su valor literario hasta el extremo de levantarse airado y abandonar con cajas destempladas un sarao en el que se fallaba un premio novelístico que él consideraba, en contra del criterio del jurado, que sólo él podía r...

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Salman Rushdie anda estos días ultimando un nuevo plan de fuga: "He llegado a un punto en que me niego a seguir encerrado en una caja". Ha probado otras fugas, pero sin suerte, la más espectacular de ellas repudiar Los versos satánicos y abrazar la fe islámica.Rushdie era la estrella de los salones literarios londinenses, agudo, ocurrente y mordaz. Seguro de sí mismo y de su valor literario hasta el extremo de levantarse airado y abandonar con cajas destempladas un sarao en el que se fallaba un premio novelístico que él consideraba, en contra del criterio del jurado, que sólo él podía recibir. Ahora, Los versos satánicos ha dejado de ser una novela para convertirse en un símbolo, transformación que también ha afectado a un Rushdie que ha dejado de ser un prodigio de certezas para convertirse en un lastimero torrente de contradicciones.

La publicación del libro fue acogida con no poca befa por la crítica británica. Uno de los comentaristas llegó a confesar que él no podía ser miembro del ultraminoritario Club de las Dieciséis Páginas, al que sólo accedían aquellos que acreditaran haber franqueado ese umbral de un libro para él ilegible. Al poco llegó la fatwa jomeinista y ya no hubo más mofas. La justa de salón londinense se tomó en tragedia medieval teheraní.

Rushdie abandonó precipitadamente sus certidumbres de Hampstead -el barrio del noroeste londinense sinónimo de la intelectualidad de izquierda británica, por el que Glenda Jackson concurre a las venideras elecciones generales como candidata laborista- para iniciar lo que entonces él no sospechaba iba a devenir en una ruta damascena. En vísperas de su huida había blasonado: "Si llego a saber que el libro les va a ofender tanto, lo hago más ofénsivo". Luego llegó el momento de poner sobre la mesa pasado, presente y futuro y comprobar que ese enfrentamiento había "despedazado todo lo que pensaba sobre todo". El islam se le reveló no sólo como algo respetable, sino corno una fe asumible: "Doy testimonio de que no hay otro dios sino Alá".

El precio de ese abrazo a la religión que le persigue a muerte era ver al antiguo agnóstico, nacido y criado en una familia musulmana liberal de Bombay, arrojar por la borda principios irrenunciables en Hampstead. Renunciar a publicar la novela en rústica, lo que la haría llegar a todos los rincones del país, y negar permiso para nuevas traducciones. Los musulmanes más radicales no dieron ningún crédito a la conversión coránica de Rushdie y durante más de un año han mantenido el cerco, al tiempo que los intelectuales londinenses más autoimbuidos de pureza daban la espalda al escritor que renunciaba a inmolarse en la pira de la libertad de expresión.

Tales repudios y abrazos no han servido de nada a un Rustidie que, lejos de ver a sus enemigos inclinarse al perdón por el hombre humillado, ha visto como se duplicaba el precio puesto a su cabeza. Ahora, a los ,tres años de cautiverio y pasado un año de su anunciada conversión, el escritor cierra el círculo y vuelve a Hampstead: autoriza la publicación en rústica de Los versos satánicos y decide salir de su madriguera, aunque, anuncia, sin arriesgarse de forma innecesaria. Sabe que la condena a muerte es para siempre, sea con los parabienes de los ayatolás o a manos de un iluminado, y que no hay transacción posible.

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