Editorial:

Supuestos de los presupuestos

DE LAS dos vías fundamentales de que disponen los Gobiernos para influir sobre la economía, la política monetaria y la política fiscal, esta última constituye la más explícita expresión de sus compromisos políticos. En su síntesis instrumental, los Presupuestos Generales del Estado, quedan plasmadas las prioridades de asignación de recursos de cada año y los efectos pretendidos sobre la economía nacional. La aprobación de estos documentos fundamentales -y la supervisión posterior de su aplicación- por el Parlamento les otorga una trascendencia política singular en cualquier país democrático. E...

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DE LAS dos vías fundamentales de que disponen los Gobiernos para influir sobre la economía, la política monetaria y la política fiscal, esta última constituye la más explícita expresión de sus compromisos políticos. En su síntesis instrumental, los Presupuestos Generales del Estado, quedan plasmadas las prioridades de asignación de recursos de cada año y los efectos pretendidos sobre la economía nacional. La aprobación de estos documentos fundamentales -y la supervisión posterior de su aplicación- por el Parlamento les otorga una trascendencia política singular en cualquier país democrático. En consecuencia, el rigor empleado en su elaboración constituye uno de los exponentes más elocuentes de la acción de los Gobiernos, de su seriedad y profesionalidad, y su discusión en el Parlamento es un índice fiel de la responsabilidad y vitalidad democráticas de toda la clase política.La presentación ayer en el Congreso de los Diputados de los presupuestos para 1992, tras su aprobación por el Gobierno, inicia un proceso cuyos antecedentes han estado dominados, en mayor medida que en ejercicios anteriores, por cierta confusión acerca de los propósitos del Ejecutivo y de su necesaria compatibilidad con el marco macroeconómico en que han de fundamentarse. En el transcurso de pocos meses, los ciudadanos españoles han observado alteraciones significativas en las previsiones gubernamentales sobre el comportamiento de las magnitudes económicas y en el carácter de las políticas necesarias para facilitar la transición de nuestra economía por ese obsesivo año de 1992 hacia el mercado único europeo, y posibilitar la convergencia con las economías llamadas a liderar el proceso de unión económica y monetaria. Un discurso arrítmico que ha aumentado el escepticismo de los ciudadanos hacia los asuntos económicos y ha debilitado la gran credibilidad ganada en los últimos años en la conducción de la política económica, probablemente el principal acierto de los sucesivos Gabinetes de Felipe González desde 1982.

Abandonado por el momento el objetivo de alcanzar un déficit presupuestarlo nulo, el Gobierno presenta ahora un presupuesto en el que el incremento previsto en los impuestos indirectos no será suficiente para compensar el montante de gastos, que excederán a los ingresos en 977.000 millones de pesetas. Más significativos aún que esa magnitud son la estructura del presupuesto presentado y sus implicaciones sobre el reiterado objetivo de convergencia con la CE y la competitividad de las empresas españolas.

La acomodación de la política presupuestarla a un menor crecimiento de la economía justifica en parte el diferimiento de esos objetivos de equilibrio de las cuentas del Reino, ya que tienen el fin de garantizar el mantenimiento de un aceptable ritmo de actividad. No es precisamente en la magnitud del déficit donde se localiza la principal divergencia de nuestra economía con las más avanzadas de la CE; es en la estructura de ese presupuesto, en la eficacia de la gestión presupuestaria en su más amplia acepción y en el grado de compatibilidad de la política fiscal con la política monetaria donde siguen radicando las peculiaridades de la política económica española.

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La contribución del presupuesto a la reducción de la inflación tendrá su principal obstáculo en el aumento de los impuestos indirectos (IVA y gravámenes especiales, especialmente el fuerte incremento del impuesto de las gasolinas), de tan directa traslación a los precios finales de los bienes y servicios. La revisión hasta el 5% del objetivo de inflación es un exponente de realismo. Su consecución dependerá en gran medida de las actuaciones anunciadas sobre aquellos sectores y mercados que más contribuyen al alza de los precios. La ausencia de pacto social alguno con patronal y sindicatos refuerza la incertidumbre de esa previsión de inflación.

La otra gran novedad destacable de los presupuestos presentados es el estancamiento de la inversión pública. Si la mejora en la dotación de bienes públicos de nuestra economía constituía una de las escasas justificacionies para el mantenimiento de un déficit presupuestario, en aras de reducir las carencias que influyen sobre la competitividad de la economía, la paralización propuesta no nos sitúa ante la mejor combinación que podría resultar del carácter anticíclico del presupuesto. En esas condiciones, el estímulo de la inversión privada, confiado esencialmente ala relajación de la política monetaria, es un empeño difícil, al menos en la magnitud suficiente para alcanzar la generación de esos 200.000 nuevos puestos de trabajo en 1992 anunciados por Carlos Solchaga.

Flaco favor al rigor en que se han tratado de inspirar las actuaciones de política económica en los últimos años supondría que en este último tramo de legislatura quedaran aquéllas hipotecadas por la atención a ese otro ciclo esencialmente determinado por los calendarios electorales, en ocasiones generador de un clima de reactivación económica tan precario como perverso en sus consecuencias. La discusión que a partir de ahora ha de iniciarse en el Parlamento ha de permitir que el Gobierno explique la compatibilidad de esos presupuestos con sus pretensiones de convergencia europea, y que la oposición, más allá de los oportunistas lugares comunes a los que con frecuencia recurre, fundamente seriamente sus críticas y proponga alternativas cuando menos coherentes con su oferta política.

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