Tribuna:

El futuro de una ilusión

La hegemonía norteamericana, que empezó a manifestarse de forma patente durante la guerra del Golfo, se ha hecho más sólida tras el derrumbamiento del comunismo y el desmembramiento del modelo soviético. En espera de que los polos económicos japonés, europeo y, quizá, alemán se conviertan en potencias políticas, la extrema vulnerabilidad financiera de Estados Unidos no impedirá a este país seguir siendo el guía absoluto del mundo. Sus principios han vencido; sus intereses van a prevalecer. La prudencia con la cual el presidente Bush ha intervenido cuando se ha tratado de arbitrar el conflicto ...

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La hegemonía norteamericana, que empezó a manifestarse de forma patente durante la guerra del Golfo, se ha hecho más sólida tras el derrumbamiento del comunismo y el desmembramiento del modelo soviético. En espera de que los polos económicos japonés, europeo y, quizá, alemán se conviertan en potencias políticas, la extrema vulnerabilidad financiera de Estados Unidos no impedirá a este país seguir siendo el guía absoluto del mundo. Sus principios han vencido; sus intereses van a prevalecer. La prudencia con la cual el presidente Bush ha intervenido cuando se ha tratado de arbitrar el conflicto yugoslavo o de reconocer a las repúblicas bálticas demuestra que la gestión de la hegemonía en un mundo unipolar no produce únicamente el ansia de poder. Los norteamericanos, desprevenidos, cogidos por sorpresa y paralizados por la brutalidad y rapidez de los sucesos, algunos mas imprevistos que otros, aún no tienen un plan coherente para hacer frente a sus abrumadoras responsabilidades.No obstante, van a verse obligados a asumir esas responsabilidades durante algunos años. Los japoneses no están dispuestos a desempeñar un papel político a nivel mundial. Además, por el momento y en lo referente al, papel asiático, los chinos se lo impedirían. Hay que dar tiempo a Alemania para que pueda digerir su unificación. Aunque el área germana se amplíe y se extienda sin que le cueste ningún esfuerzo, la perspectiva de una potencia germana no es más que una amenaza a largo plazo. Aún queda Europa, cuya unidad debería acelerarse antes de que se produjera la liberación de los países del Este, precisamente para alejar a algunos alemanes de la tentación de la autonomía. Sin embargo, la Comunidad Europea se ve de repente asediada con las candidaturas de los países liberados. Las candidaturas de países desarrollados como Austria y Suecia ya habían planteado algunos problemas, y ahora Polonia, Checoslovaquia y Hungría, que rechazaron la "confederación" propuesta por François Mitterrand, reclaman, apoyadas por Alemania, el estatuto de miembros de pleno derecho. ¿Podemos recurrir a acuerdos de privilegio -es el deseo de Delors- con esos tres países, declarar que es imposible llorar de alegría el día de la liberación del Este y negarnos al día siguiente a comprar sus productos porque son demasiado baratos? Esto, evidentemente, divide a los Doce en Bruselas. No estamos seguros de que los norteamericanos no se alegren de esas dificultades europeas. No obstante, es una alegría bastante más disimulada que antes: quizá sea menos completa. Estados Unidos no puede asumirlo todo.

De todas formas, el gran debate del siglo acerca de la repercusión de los drásticos cambios en el Este sobre nuestra cultura política se inició precisamente en los centros universitarios de Nueva York y en los centros de estudio de política extranjera en Washington, y no en Madrid. El tema ha sido tratado superficialmente en Roma y corrompido en París. El debate ha sido emponzoñado en París porque después de haber contado con el desgaste de poder de Mitterrand en 10 años de su mandato, la oposición, que está muy dividida, ha decidido instrumentalizar el fracaso del comunismo para desacreditar y culpar a todas las formas de socialdemocracia Resulta bastante ridículo, si pensamos que Mitterrand, al igual que Gorbachov durante su mandato, cuenta con el mérito de haber finiquitado o acabado con el comunismo en su país mediante una estrategia de absorción antes de la toma del poder y, al mismo tiempo, mediante una gestión capitalista durante el primer septenio. Sin embargo, Mitterrand se equivocó al dejar vivir a la izquierda en estado de esquizofrenia, diciéndoles que ni ellos ni él habían cambiado y que de alguna forma los comunistas seguían formando parte de la familia. De esta forma se demuestra lo arcaico del debate francés, referido más a palabras que a hechos.

Europa, donde nacieron el comunismo y el rechazo socia lista hacia el comunismo, debe avergonzarse de que las verda deras preguntas se planteen en Estados Unidos y no en París, Roma o Madrid. ¿Qué tipo de preguntas? En líneas generales, se están haciendo las mismas preguntas que las formuladas por el diplomático del Departa mento de Estado Francis Fukuyama acerca delfin de la historia. Algunos expertos europeos opinaron entonces que Fukuyama filosofaba por encima de sus capacidades y que no conocía a Hegel. ¡Querella escolástica! kuyama, que está a punto de publicar un libro, se toma ahora la revancha. Sus preocupaciones son ahora las de todos los que intentan definir el futuro cuando surge lo imprevisible: ¿qué pasa con un mundo sin el antagonismo fundamental de las ideologías? Si todas las naciones se convierten progresivamente en una economía de mercado, ¿qué ocurre con la imaginación creada por el conflicto entre las distintas explicaciones del dinamismo de las sociedades humanas? ¿Qué queda, qué puede quedar del comunismo? ¿Quedarán sólo los estudios especializados sobre el individualismo, la pobreza, el crimen, la raza, la salud, el aborto, los problemas multicomunitarlos y la difusión de la cultura, como afirma Richard Bernstein en The New York Times? Y a esto tendría mos que añadir: ¿va a sustituir la cultura de la empresa a la cultura política?

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Sin embargo, para nosotros los europeos, la pregunta más interesante procede de un universitario de Chicago, aunque se trate de un economista ral y discípulo, por lo menos en el pasado, de la escuela de Milton Friedmann. Este universitario declara simplemente que la eliminación del comunismo ofrece un campo de investigaciones inesperado, puesto que hay libertad para volver a con siderar el capitalismo. En efecto, mientras que todos los pueblos liberados miran a Estados Unidos, los norteamericanos se miran a sí mismos. No tienen la sensación de haber encontrado la sociedad idónea. No creen que poseen una panacea. Se dicen a sí mismos que el capitalismo es el peor sistema, a excepción de todos los demás, y que ahora que todos los demás están desapareciendo, hay que convertirlo en algo menos malo. No lo saben, pero de esta forma resumen ciertas preocupaciones de las sociedades escandinavas cuando éstas apoyaron la fiscalización contra las nacionalizaciones. Podemos decir que el socialismo democrático y humanista es un rechazo del comunismo o un rechazo del liberalismo desenfrenado. Sin embargo, no podemos decir que sea responsable, ni siquiera indirectamente, de ninguna de las barbaridades del bolchevismo. Para hablar en términos más concretos: las dos áreas donde el capitalismo ha sido obligado a cambiar por completo son, por una parte, la contribución a una organización mundial, y por consiguiente intervencionista, para luchar contra el hambre que sufren dos terceras partes de la humanidad, contra los desastres ecológicos y contra la proliferación nuclear; y, por otra parte, el criterio para diferenciar a los socialdemócratas de los liberales, es decir, el grado de protección social compatible con la expansión económica. Si las cosas siguen en el mismo estado, es decir, si los poderes capitalistas ven en su victoria una incitación al inmovilismo, ya no quedará nada en el mundo que pueda mantener las esperanzas después de haber perdido la ilusión de la utopía. La antigua ilusión, incluso sangrienta, consistía en creer que se podía cambiar el mundo negando la libertad. El único mérito de este siglo maldito es el hecho de que hayamos podido presenciar las aplastantes revanchas de la libertad. Sin embargo, se tratará de una ilusión sin futuro, muy diferente a la de aceptar cómodamente la idea de que los cambios en el mundo, si siguen en el camino de la libertad, son suficientes, es decir, que no es necesaria la intervención humana para que la liberación colectiva entre en el curso de la historia.

Jean Daniel es director del semanario francés Le Nouvel Observateur.

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