Tribuna:

La muerte de un símbolo

Desde el ángulo de la historia del pensamiento político, el nuevo programa del PCUS supone el fin de una era. El Estado nacido de la revolución de 1917 ve desmoronarse su fundamento doctrinal. De paso, por si quedaba en pie alguna duda, se disipa cualquier legitimidad para aquellas corrientes políticas que aún se apoyan en el referente de la toma del poder leninista. La propuesta de Gorbachov viene a confirmar la inadaptación al mundo actual de esos movimientos inspirados en un modelo revolucionario, una fórmula de partido y un tipo de organización social que sobrevivieron por espacio de 70 añ...

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Desde el ángulo de la historia del pensamiento político, el nuevo programa del PCUS supone el fin de una era. El Estado nacido de la revolución de 1917 ve desmoronarse su fundamento doctrinal. De paso, por si quedaba en pie alguna duda, se disipa cualquier legitimidad para aquellas corrientes políticas que aún se apoyan en el referente de la toma del poder leninista. La propuesta de Gorbachov viene a confirmar la inadaptación al mundo actual de esos movimientos inspirados en un modelo revolucionario, una fórmula de partido y un tipo de organización social que sobrevivieron por espacio de 70 años siguiendo la estela soviética. Por si aún no lo han entendido los secretarios generales del PCF y del PCE, y unos cuantos más, el comunismo ha muerto. Como proyecto de emancipación humana, lo hizo ya hace tiempo. Como realidad institucional, ha caído o está en bancarrota. Como símbolo para los últimos nostálgicos, pierde incluso una virtualidad residual cuando el PCUS se desliga del fundamento marxista de su existencia política.Lo que ya no resulta tan claro es el alcance concreto de ese repliegue ideológico en la propia URSS. El movimiento comunista cuenta ya con una larga tradición de cambios de rótulo y rectificaciones simbólicas producidos cuando soplan vientos desfavorables o, simplemente, las circunstancias lo aconsejan. Está ahí la experiencia histórica de partidos comunistas que nunca tuvieron tal denominación o que la perdieron en un momento dado sin por eso alterar su sustancia política. Contra lo que habitualmente se piensa, el estalinismo fue siempre un enfoque político muy flexible a la hora de negociar alianzas, asumir cambios de fachada e incluso aceptar la democracia cuando era preciso jugar esa baza. En rigor puede decirse que el estalinismo no fue ni antidemocrático (ejemplo, los frentes populares), ni antifascista (ejemplo, el pacto con Hitler). Llegado el caso, pudo incluso aconsejar temporalmente el sacrificio de piezas tales como la existencia de un partido comunista en Estados Unidos si convenía realzar al máximo el apoyo a Roosevelt. En esta perspectiva encaja perfectamente la marginación del fundamento teórico marxista, justo cuando Gorbachov trata de resaltar ante las grandes potencias económicas occidentales su voluntad de cambio. Algo así, pero de modo más burdo, y a fin de cuentas con resultados desastrosos, hizo Santiago Carrillo a costa de Lenin para que fuera digerida la presencia política de los comunistas en la naciente democracia española. La renuncia a Marx, y sobre todo la búsqueda de la asimilación a las socialdemocracias, reproducen ensayos anteriores de otros partidos comunistas de la Europa oriental. En unos casos, como en Hungría, sin fruto alguno; en otros, como en Checoslovaquia, con logros discretos. Pero lo que sugieren estos antecedentes es la conveniencia de prestar antes atención a las transformaciones de fondo que a las denominaciones. En las circunstancias actuales, todo aconseja a buen número de dirigentes comunistas soviéticos la urgencia de adoptar el viejo principio de que todo cambie para que todo siga igual. Frente a las apariencias, muchos estalinistas del aparato que no dieron la batalla en su día se encuentran alineados hoy, no con Ligachov, sino detrás de Gorbachov, y juran una y otra vez fidelidad a la perestroika. Desde ese ángulo, no resulta muy costoso arrojar por la borda a Lenin o a Marx, ya que lo importante para ellos es conservar las posiciones de poder en el aparato del Estado soviético, del cual aún no han sido desplazados. Por eso, a la hora de valorar las mutaciones políticas en la URSS, el aldabonazo formal de la muerte del marxismo debe ser juzgado atendiendo a su inserción en una dinámica global.

Ahora bien, esto no significa que la marginación de Marx y/ o de Lenin sea incongruente en el marco de la política de reformas económicas que al fin parece haber aceptado Gorbachov. Todo lo contrario. En un país que ha registrado un 7% de caída en su renta nacional en 1990, con una tasa de inflación del 30% y 80 millones de habitantes situados bajo el nivel de pobreza, no cabe otra salida que abordar en serio el desmantelamiento de la política tradicional para buscar desesperadamente la construcción de un mercado libre. "La introducción de una reforma económica radical en la URSS", acaba de escribir V. Shcherbakov, presidente del comité estatal sobre Trabajo y Asuntos Sociales, "significa un rechazo tajante del sistema administrativo de gestión y una transición hacia métodos económicos basados en mecanismos de mercado". Crecimiento de la productividad, formación de un mercado complejo de bienes de consumo e inversión, desarrollo de la propiedad privada, son objetivos que desbordan ampliamente el referente clásico de la NEP y que obligan a desandar el camino iniciado en la revolución con la meta de reencontrar formas de organización capitalista. Obviamente, Marx y Lenin nada tienen que ver con semejantes propósitos y lo mejor es bajarles de los pedestales que aún pueblan todas las localidades de la URSS. De otro modo existiría un foso insalvable entre los símbolos y los hechos. Por lo demás, y dadas las coordenadas políticas de la URSS, no cabe pensar que en sí misma la nueva formulación sea vista como un Bad Godesberg. Esta valoración corresponde ante todo a los observadores exteriores.

Aunque ni siquiera en este campo cabe esperar milagros. El veredicto de los siete grandes dependerá ante todo de las reformas efectivas en la política económica. Tampoco los partidos comunistas supervivientes harán la lectura que el cambio se merece a pesar de que a ellos sí les concierne de modo directo. El partido francés seguirá su camino, quizás en silencio, en tanto que el español parece haber elegido un curioso refugio en la manipulación de un Gramsci rebajado hasta mínimos para asumir la condición de autodesignado "intelectual colectivo" de la izquierda. No obstante, lo que aquí cuenta, como en el caso soviético, es que el partido renuncie a su modo tradicional de hacer política, a la lógica de inversíón frente al capitalismo, y esto se encuentra por encima de las siglas y de las legitimaciones doctrinales.

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En suma, el comunismo ha quedado atrás. Pero tal constatación no equivale a suscribir una condena sumarla de su existencia histórica. Si la historia del comunismo se encuentra en gran parte oscurecida por la sombra del estalinismo, no cabe olvidar los servicios prestados a la lucha por la democracia a partir de 1934 ni el sentido último de su aparición, como exigencia de construir nuevas relaciones sociales frente a la explotación y la irracionalidad manifiestas en un orden capitalista que llevó a la I Guerra Mundial. Hace sólo unos días, pude escuchar a un joven historiador la equiparación de comunistas y fascistas en tanto que aberraciones del siglo XX a las que se adhirieron incomprensiblemente muchos intelectuales. Las cosas son más complejas. El proyecto comunista, como intento de emancipación social fracasado, fue origen de regímenes aberrantes, de inspiración estaliniana, pero también de decisivos procesos de cambio democrático y de afirmación antiimperialista. Posiblemente Gorbachov siga hoy atrapado en esa tensión a la hora de desmantelar el aparato sociopolítico por él heredado. De momento, poner los símbolos agotados en su sitio constituye una buena señal de pragmatismo político.

Antonio Elorza es catedrático de Pensamiento Político de la Universidad Complutense.

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