Tribuna:

El 'nuevo' orden mundial

Desde hace meses, y singularmente desde la caída del muro de Berlín (1989) y la guerra del Golfo (1991), una nueva retórica parece imponerse a escala planetaria: la del nuevo orden mundial. El problema consiste en saber a qué realidad corresponde, para lo que deben subrayarse cuatro elementos:1. En primer lugar, el fin de la bipolaridad entre Estados Unidos y sus aliados y la URSS no como resultado de un acuerdo negociado, es decir, a partir de una paz mutuamente aceptada, sino que resultó del hundimiento de uno de los protagonistas: la URSS y su imperio. En otras palabras: el fi...

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Desde hace meses, y singularmente desde la caída del muro de Berlín (1989) y la guerra del Golfo (1991), una nueva retórica parece imponerse a escala planetaria: la del nuevo orden mundial. El problema consiste en saber a qué realidad corresponde, para lo que deben subrayarse cuatro elementos:1. En primer lugar, el fin de la bipolaridad entre Estados Unidos y sus aliados y la URSS no como resultado de un acuerdo negociado, es decir, a partir de una paz mutuamente aceptada, sino que resultó del hundimiento de uno de los protagonistas: la URSS y su imperio. En otras palabras: el fin de la bipolaridad significa la victoria total del Oeste sobre el Este. El orden anterior estribaba en el equilibrio del terror, el nuevo orden parece asentarse en la dominación de Estados Unidos y, en menor medida, de sus aliados. La guerra del Golfo mostró claramente la manera en que Estados Unidos quería gestionar esta situación: frente a los graves errores de Irak, no vacilaron en utilizar todos los medios para reafirmar su leadership mundial.

2. Durante los años setenta, se constata la aparición de lo que podríamos llamar "el gran triángulo", es decir la formación de un juego de potencias regionales entre Estados Unidos y Canadá, la Europa de los Doce y Japón. Potencias económicas y comerciales, esos tres bloques se oponen en una competición muy dura que algunos consideran una verdadera guerra (en los sectores de la agricultura, de las industrias automovilísticas, de las tecnologías de punta, de los gastos de capital, etcétera). Estamos en una situación histórica incierta, llena de conflictos y precaria en la que no es posible considerar que, en un futuro más o menos próximo, haya algún tipo de equilibrio económico-financiero precisamente porque en esta competición no existen reglas comunes. La ley de la fuerza, por no decir la de la selva, parece ser la que se impone.

3. Las dos características anteriormente mencionadas resultan de un proceso histórico de muy largo alcance: el paso de una situación de relaciones económicas internacionales relativamente estables a una situación de trastorno y de desequilibrio generalizados. ¿Por qué? Esencialmente, porque la economía mundial, que desde el fin de la II Guerra Mundial, y especialmente desde el inicio de los años sesenta, se desarrollaba sobre la base de una internacionalización de las mercancías, de la división de las tareas y capitales a partir de polos de potencia centralizados especialmente con la influencia dirigente de Estados Unidos y de las principales multinacionales, presenta hoy una imagen totalmente diferente. Se desarrolla ahora un proceso de mundialización de la economía caracterizado fundamentalmente por la ausencia de centro, es decir, por la competición anárquica entre las principales potencias económicas (multinacionales, Estados, etcétera). Sabemos la causa de tal trastorno: la extraordinaria mutación tecnológica que la economía internacional ha conocido desde hace 15 años. Los resultados son más difíciles de admitir: anarquía financiera, marginalización de sectores enteros de la economía, aumento del paro, exclusiones sociales, etcétera. Fenómenos que se encuentran en casi todos los lugares y que no desaparecerán tan pronto.

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4. En este contexto es evidente que los protagonistas no ocupan las mismas posiciones. Lo más sobresaliente hoy es la transformación del Estado y del papel de Estados Unidos. La potencia americana ya no es lo que era: enfrentada a la competencia financiera y tecnológica euroasiática, con un tejido industrial en declive y un déficit presupuestario canceriforme, su calidad de potencia económica se viene abajo progresivamente. Huelga decir que nada es nunca definitivo, pero todo nos hace pensar que tendrá mucha dificultad en volver a ser la gran potencia económica imperial que ha sido. Y en ello reside una, de las principales consecuencias de la mundialización: ya no hay centro porque Estados Unidos ha dejado de ser el centro de la economía mundial (tanto en lo que trata de innovación tecnológica como de gestión de capitales). Es cierto que: sería un error deducir de ello que el imperio norteamericano se hundió (tiene todavía muchos recursos), pero la realidad presente no deja de ser la de una caída relativa, sobre todo frente a Japón y a Europa. Dicha caída está por el momento compensada por su extraordinaria potencia militar que juega un papel decisivo en la permanencia de su influencia a escala mundial: lo importante es saber si el curso de la historia podrá cambiar radicalmente con la reinstalación duradera de Estados Unidos como fuerza económica dominante, o -lo que me parece la hipótesis más probable:- si se trata de un nuevo curso, de un nuevo destino para Estados Unidos, que así se convertirá en el sargento, por no decir llanamente los mercenarios, del mundo rico. La guerra del Golfo subrayó cruelmente este dilema: Estados Unidos hizo una guerra pagada por otros porque le era imposible asegurarla económicamente.

El nuevo orden mundial se caracteriza hoy, pues, por una muy dura competitividad económica y por la dominación político-militar unilateral de Estados Unidos. ¿Pero esta dominación durará si el adversario principal (la URSS) desaparece? La respuesta es evidente: desde hace 10 años, la estrategia militar americana ha estado dirigida hacia el Sur y a esos nuevos focos de contestación política que son los países pobres. En el Mediterráneo, la estrategia de la OTAN desde hace años se basa en el peligro encarnado por el Sur; de manera más precisa, los estrategas americanos prevén un aumento de los conflictos llamados "de media intensidad" para los que la modernización de los aparatos militares convencionales es absolutamente indispensable. Según ellos, la vocación de esos conflictos es la de desestabilizar marginalmente las relaciones internacionales por lo que deben tratarse rápidamente y con eficacia, es decir, militarmente. Eso explica la intervención militar directa o indirecta de Estados Unidos en todos los conflictos importantes de esos 10 últimos años: Granada, El Salvador, Nicaragua, Líbano, Panamá, Afganistán, Irak.

En otras palabras, el papel militar de Estados Unidos va a crecer y, sin duda, reforzarse. Un papel con doble finalidad: asegurar la permanencia del orden económico Norte-Sur (orden definido, si no impuesto, por el Norte), es decir, servir de mano armada en la defensa de las políticas comerciales encarnadas por las sociedades ricas y sostenidas por el FMI y el Banco Mundial; y ocupar una fuerte posición en la competitividad en el seno del gran triángulo, tanto frente a Japón como a la CE.

En este contexto, conviene plantear el problema mediterráneo y, de manera más precisa, el del futuro de Oriente Próximo. Ante todo hay que constatar que el Mediterráneo se convier

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te en una auténtica línea de fractura entre el Norte y el Sur, una línea de fractura económica, política, cultural, demográfica. Sin entrar en detalles, basta con recordar aquí los dos tipos de conflictos fundamentales que existen en el Mediterráneo: por un lado los conflictos abiertos, y por otro, los estructurales. Ambos tipos de conflicto están estrechamente ligados y actúan unos sobre otros.

Entre los conflictos abiertos están: Israel-Palestina, Líbano, Turquía-Chipre, Sáhara occidental. Consideremos el primer conflicto. Hubiéramos podido pensar que después de la guerra del Golfo, Estados Unidos, que había invocado la autoridad de la ONU para justificar su expedición punitiva a Irak, aprovecharía la ocasión para someter el problema palestino-israelí al mismo sistema jurídico. Pero, a pesar de algunas tímidas tentativas, todo parece indicar que no llegarían a sus fines: el Estado de Israel, que salió reforzado de este conflicto, puede afrontar las presiones americanas mientras que la OLP, que salió debilitada, no puede reorientar el curso de las cosas. La realidad es que Israel no quiere resolver el problema palestino y, confortado por su situación presente y por la impericia de sus adversarios, sueña con una solución jordana, es decir, un traslado del problema palestino hacia Jordania. Eso es un sueño. Sólo un sueño. Porque jamás los palestinos, aun rechazados en Jordania, renunciarán a su legítima reivindicación nacional sobre CisJordania, Gaza y Jerusalén. Es una verdadera guerra de 100 años la que se anuncia. Para evitarla, Estados Unidos tendría que actuar rápida y radicalmente, especialmente obligando a su aliado israelí a someterse a la ley internacional definida por la ONU. Pero no hay ninguna indicación de que estén decididos a ejercer esta presión: su reparto de armas ultraperfeccionadas (los F-15, por ejemplo), el otorgamiento de créditos casi gratuitos y la ayuda en transferencia de conocimientos a Israel indican claramente que Estados Unidos no busca una reorganización de su estrategia en la región.

El nuevo eje objetivo que une Riad, El Cairo y Tel-Aviv con Washington no tiene consistencia estructural porque se ve continuamente debilitado por la intransigencia de Israel. Y el hecho de que Siria e Irán estén más o menos marginados y sin poder en este eje habla en favor de tal estrategia, así Israel estará todavía durante mucho tiempo en el centro del dispositivo norteamericano en Oriente Próximo.

Pero el conflicto palestino-israelí envenena la atmósfera mundial y paraliza toda tentativa seria de desarrollo económico en la región: enormes gastos militares gravan los presupuestos de Egipto, Siria, Jordania y la mayor parte de los países del Magreb, y la situación es, obviamente, la misma para Israel.

Pero el entorno mediterráneo está lleno de oposiciones aún más graves que podríamos definir como otros tantos conflictos estructurales:

En primer lugar está la gestión de las riquezas energéticas de Oriente Próximo y el papel que en ella tienen las monarquías petroleras. Éstas tienen un considerable poder financiero, directamente invertido -principalmente de acuerdo con Estados Unidos y el Reino Unido- en economías ricas y seguras; es obvia la contradicción entre la función económica consagrada a estas monarquías en el sistema financiero mundial y las necesidades reales de las poblaciones pobres del mundo árabe.

Tras la guerra del Golfo, las monarquías petroleras, para calmar los ataques de los que son objeto, propusieron la creación de un fondo de ayuda a los países de la región; pero las condiciones para obtener esta ayuda son apremiantes: son ellas, las monarquías, las que deben controlar la utilización de los fondos prestados y, por supuesto, de esta generosidad orientada están excluidos todos los países que tienen una política interior llamada socialista o que están en contra del eje Riad-Washington.

Los europeos, y especialmente Alemania, también hablaron de la necesidad de desarrollar la región, y la CE sugirió la creación de un banco sobre el modelo de la BERD; pero el proyecto fue rápidamente abandonado porque las exigencias en capital son muy fuertes y la capacidad de oferta internacional reducida. De esto resulta que la situación sigue siendo explosiva.

En segundo lugar, está la fractura demográfica (el 3% de crecimiento por término medio y por ano en el mundo árabe-mediterráneo); ésta se produce en un contexto histórico de reducción de la capacidad de absorción de mano de obra por los diversos mercados internos nacionales y de reducción ecológica (estrechamiento de las zonas de vida y de cultura en el lado sur del Mediterráneo) que ocasiona necesariamente movimientos de población y migraciones. España, Italia, Grecia serán esencialmente, por causas diversas y complejas, los países que más sufrirán esos flujos migratorios.

También hay una fractura cultural: el Norte impone hoy el orden cultural a través de sus medios de información que difunden su modelo de civilización. Quisiera dar aquí algunas cifras relativas al negocio internacional particularmente significativas. Las potencias del gran triángulo (EE UU, CE, Japón) representan el 70% del producto interior a nivel mundial; su participación en la producción de los bienes de servicio y de información gira alrededor del 90% de este producto. De las 300 empresas de información y comunicación más importantes, 144 son norteamericanas, 80 europeas y 49 japonesas. Todo eso significa un dominio total de la difusión de mensajes y valores culturales a nivel mundial. Durante la guerra del Golfo, la información fue totalmente norteamericana -pensemos en la CNN- y provocó una dura reacción cultural en el mundo árabe e islámico. El desarrollo del integrismo también tiene razones culturales y eso se traduce en problemas de identidad muy difíciles de resolver.

En cuarto lugar está la fractura económica entre el norte y el sur del Mediterráneo: el negocio de la CE con el Sur es muy débil y la naturaleza de las relaciones, estrictamente mercantiles, no permite en absoluto el despliegue de políticas comunes de codesarrollo. La Unión del Magreb Árabe (UMA) no nos debe engañar: es únicamente un texto de concertación no apremiante y sin ninguna estrategia común de desarrollo entre los protagonistas.

Está, finalmente, el temible problema de la democratización de los sistemas políticos del Sur y de Oriente Próximo. Hay que constatar dos cosas: por una parte, la necesaria democratización genera el crecimiento de la contestación política, muchas veces recuperada por los integristas, y por tanto, la desestabilización política de toda la región; por otra parte, las potencias ricas -y los europeos se sitúan aquí en el mismo plano que Estados Unidos- no tienen interés en esta desestabilización política sólo porque no pueden evitar las políticas de ajuste estructura¡ impuestas por el FMI y entonces volverse contra los intereses de las potencias económicamente desarrolladas. Es por ello por lo que la búsqueda de democratización en el nuevo orden mundial que se impone será marginal y no pesará de manera significativa en las relaciones Norte-Sur. El siglo XXI se anuncia como el escenario de un antagonismo sin duda tan explosivo como el que oponía al Oeste y al Este: el antagonismo Norte-Sur. No podrá existir nunca paz y estabilidad en el orden internacional si la mayoría de la población del planeta vegeta en la "seria y si el derecho internacional sigue siendo sometido a la ley del embudo. De no repartirse las riquezas con más justicia entre los pueblos y de no estar establecido en su derecho el pueblo palestino, el Tercer Mundo mediterráneo no cesará de manifestarse frente al orden de los poderosos, incluso por medio de trastornos sociales, y Oriente Próximo seguirá siendo el corazón de futuras explosiones. ¿Nuevo orden mundial? Sí, pero de momento es el orden antiguo reducido a la dominación de los poderosos.

Sami Naïr es profesor de Ciencias Políticas de la Universidad de París y presidente del Instituto de Estudios e Investigación Europa-Mediterráneo (IEREM).

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