Tribuna:

¡No encarcelar a Voltaire!

En los años sesenta, Sartre fue protagonista de mica en Francia a raíz de su toma de posición en la guerra de Argelia y en los viajes que hizo a la Cuba de Fidel, a la URSS de Jruschov y a la Yugoslavia de Tito. Fue entonces cuando algunos manifestantes gritaron en los Campos Elíseos: "¡Fusilad a Sartre!". El general De Gaulle, en los antípodas ideológicos del filósofo y escritor, tuvo que salir en su defensa, reconocer que no era un ciudadano ordinario y, dando una lección de tolerancia, lanzar una frase que se convirtió en historia: "¡No se puede encarcelar a Voltaire!".No se puede encarcela...

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En los años sesenta, Sartre fue protagonista de mica en Francia a raíz de su toma de posición en la guerra de Argelia y en los viajes que hizo a la Cuba de Fidel, a la URSS de Jruschov y a la Yugoslavia de Tito. Fue entonces cuando algunos manifestantes gritaron en los Campos Elíseos: "¡Fusilad a Sartre!". El general De Gaulle, en los antípodas ideológicos del filósofo y escritor, tuvo que salir en su defensa, reconocer que no era un ciudadano ordinario y, dando una lección de tolerancia, lanzar una frase que se convirtió en historia: "¡No se puede encarcelar a Voltaire!".No se puede encarcelar a Voltaire. No se puede ir contra el progreso; es decir, contra la historia. Recordaba esta anécdota sobre la ausencia de sectarismo de De Gaulle ante Sartre al observar estos días algunas de las reacciones más desaforadas contra la iniciativa del pacto de competitividad.

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Que España debe formar parte de la Comunidad Europea en igualdad de condiciones que las naciones más desarrolladas de dicho foro es algo que los ciudadanos aprobaron hace mucho tiempo; que para ello es necesario ser más competitivos es casi una tautología. Conceptos como competitividad y eficacia han pertenecido hasta hace poco al acervo cultural de la derecha; quizá por ello el Gobierno, temeroso de ser acusado una vez más de impostura ideológica, ha arrebatado a los sindicatos las siglas de su antigua PSP (Plataforma Sindical Prioritaria) y ha denominado al acuerdo de competitividad Pacto Social de Progreso (PSP).

Ha llegado la hora de devolver a esos conceptos su neutralidad política inicial. Que España pertenezca a la primera división de la CE significa capacidad para producir más, comprar y vender más y mejor, y también tener unos servicios públicos y sociales -el weffiare state- no sólo universales sino que funcionen. Que las empresas españolas resistan el envite de las europeas y generen empleo, salarios y beneficios en la misma proporción al menos que sus homólogas. En resumen, que los ciudadanos españoles vivan mejor.

Esto no es sólo tarea de, mercaderes, como a veces sugieren los aspectos más económicos de lo cotidiano. Pero tampoco sólo de un ministro, de un Gobierno o de una capa social determinada. Cuando se firmaron los Acuerdos de la Moncloa para romper con unos desequilibrios que llevaban al país a una coyuntura latinoamericana, su concepción filosófica y parte de su práctica fueron asumidas por casi toda la sociedad. Ahora el reto es similar: se trata de entrar del mejor modo posible en unas nuevas reglas del juego. Y en este tipo de cambio, al albur exclusivo del mercado, siempre les va peor a los más débiles.

En realidad, para ser competitivo sólo hay dos fórmulas; la primera pertenece al darwinismo social., tan caro a algunos liberales de nuestro entorno: se trataría de hacer desaparecer las cauciones de seguridad social a los sectores más desfavorecidos de la población, es decir, a los parados, pensionistas, marginales, etcétera. Es una fórmula de desaparecerlos del mapa. Un extermínio limpio. Pero de esto no se trata.

La segunda fórmula es la de bajar la inflación y lograr un entorno de infraestructuras y servicios más eficaces para quien trabaje en España. Para disminuir los precios hay que bajar todo tipo de costes: laborales, financieros, energéticos, etcétera. El Ministerio de Economía ha calculado que la inflación en España está relacionada en un 55% con los salarios, un 15% con los beneficios empresariales y un 30% con los precios de las importaciones. Tienen razón los sindicatos al decir que cuando se habla del Pacto Social de Progreso exclusivamente se sustancia el debate en la política de rentas. Pero éste no es el caso. Cuando Solchaga ofrece un aumento salarial del índice de precios al consumo más dos puntos (o punto y medio) y una cláusula universal de revisión si la inflación real supera la prevista, está dando una victoria histórica a los sindicatos. No tendrán otra oportunidad como, ésa. Además de volver al concepto de inflación pasada (y no de inflación esperada, como en los últimos años) la oferta significaba un incremento real del poder adquisitivo con ca rácter generalizado, que difícilmente se dará si se llega a negociar convenio por convenio, empresa por empresa. La petición de que esa revisión salarial se haga mediante ley, es decir, de que el pacto se convierta en norma y se indicie la economía, es imposible pues introduciría una rigidez en el sistema productivo dificilísima de cumplir. El problema es político, no técnico: refleja la incredulidad de los sindicatos a que las otras partes efectúen sus promesas.

Pero la peronización de los convenios iría en sentido contrario al del pacto: la economía española sería menos competitiva que la mayor parte de las europeas. No ver esto es estar ciego.

Desacelerar el crecimiento del salario nominal no implica que los asalariados renuncien a un aumento del poder de compra. El saneamiento de la economía entre los años 1983 y 1989 ha situado la rentabilidad del capital en niveles muy holgados, por lo que no es necesario -como ocurrió en los tres primeros años de mandato socialista- restaurar primero los beneficios empresariales para que crezca después la inversión. Hoy es factible que sindicatos, patronal y Gobierno pacten -siempre que lo que les separe no sea el odio africano- un reparto de la productividad que asegure a la vez un crecimiento del poder adquisitivo, de la inversión y del empleo.

La otra parte del pacto, la que no tiene que ver en primera instancia con las rentas, pertenece todavía al espacio de las nebulosas. En los 15 años de democracia española no ha habido aún una política económica estructural; casi todo han sido cifras mágicas, macroeconomía y coyuntura. La competitividad depende de los precios, pero también de las estructuras y de los servicios sociales. No es fácilmente comprensible que 10 años después de su presencia en el Gobierno los socialistas no hayan establecido, por ejemplo, un modelo definitivo de sanidad o de transporte. Es sorprendente que en medio de las negociaciones para el pacto el Consejo de Ministros haya iniciado un debate para recortar el gasto público. No porque no fuese necesario, sino porque habiendo perdido tanto tiempo lo ha ido a ejecutar en el momento menos oportuno, disminuyendo la capacidad de diálogo de las partes. Además, estos recortes indican de nuevo falta de credibilidad en el acuerdo. El mensaje hasta hoy había sido el siguiente: o pacto o ajuste. A partir de ahora pueden darse ambas cosas.

Así pues, si de Europa nos separan fundamentalmente la inflación y los servicios, la contradicción está más presente que nunca; para reducir la primera y aumentar los últimos se precisa una contención del gasto; pero de los gastos corrientes, no de los gastos de inversión. Si los costes financieros de la Administración son deudas adquiridas, y por tanto invariables; y si los gastos para la protección social (pensiones, seguro de desempleo, etcétera) y para pagar los salarios públicos (salarios) suben un punto y medio o dos puntos, sólo se puede equilibrar el presupuesto disminuyendo la inversión pública, lo cual supone que aumentarán las diferencias en educación, sanidad, cooperación, ferrocarriles, carreteras, etcétera, respecto a los principales países de la CE, hecho que tiene una relevancia especial en los meses inmediatamente .anteriores a los eventos de 1992: la Expo y los Juegos Olímpicos.

Todo esto indica las dificultades profundas que soporta la economía española, al margen de los vaivenes coyunturales. Y también el tiempo perdido en plantear un consenso de la sociedad, del cual es sin duda culpable el Ejecutivo, que ahora manifiesta tantas prisas en medio de la incredulidad de la oposición política y sindical. No es posible pactar de un día para otro con quien hasta hace pocas fechas ha sido objeto de desprecio o de desdén. Pero todo ello deberían ser dificultades menores a arreglar en otro momento ante la urgencia del reto principal. Felipe González ha declarado la semana pasada que si no hay consenso habrá que adoptar medidas dolorosas. El próximo presupuesto, el de 1992, es el último antes de ingresar en el mercado único. No existe, pues, otra ocasión. Se ha llegado al borde del precipicio; si se quieren aumentar las inversiones públicas y los servicios sociales y bajar a la vez la inflación -es decir, si se pretende converger con nuestros socios más ricos y más equilibrados-, no existe otra política económica que la de tipos de interés altos y subir los ingresos públicos. Ello se consigue o privatizando empresas públicas (es el peor momento por sus enormes pérdidas en la mayor parte de los casos, al margen de que será problemático que algunas de ellas sean adquiridas por alguien) o combatiendo el fraude fiscal (que se ha convertido ya en fraude estructural y, por consiguiente, de dificil arreglo en un ejercicio) o aumentando los impuestos (en una sociedad al límite de su presión fiscal).

Éste es el envite y así se ha de explicar para que todos sepamos lo que podemos ganar y lo que perderemos. Por eso es tan importante el pacto. Si no se logra habrá que explicar quiénes lo han boicoteado y se han empeñado en defender un concepto reaccionario de su propio statu quo de grupo, forzando mayores sacrificios para la mayoría de los ciudadanos.

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