Tribuna:FERIA DE SAN ISIDRO

Aficionado, católico y sentimental

Espectador de andanada -un respeto-, no le veréis en la vida tirar una almohadilla, ni le escucharéis por esa su boca un insulto a ningún torero. Es imposible. Ahora, si un torero de sus desvelos le da dos tandas de naturales de inspirada fantasía, arremataos con una trincherilla de oro y seda, a no se qué toro, acertaréis a columbrarlo escaleras abajo como un juramentado, camino de saludar al torero por el patio de picadores y cuadrillas, más feliz que el más inocente de los mortales.Se puede hacer de miel ante el arte sublime, ante la pincelada genial. Tendrá para muchos encuentros de...

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Espectador de andanada -un respeto-, no le veréis en la vida tirar una almohadilla, ni le escucharéis por esa su boca un insulto a ningún torero. Es imposible. Ahora, si un torero de sus desvelos le da dos tandas de naturales de inspirada fantasía, arremataos con una trincherilla de oro y seda, a no se qué toro, acertaréis a columbrarlo escaleras abajo como un juramentado, camino de saludar al torero por el patio de picadores y cuadrillas, más feliz que el más inocente de los mortales.Se puede hacer de miel ante el arte sublime, ante la pincelada genial. Tendrá para muchos encuentros de amigos, con aquel cambio con el que Pepe Luis Vázquez, hijo, remató el trasteo de sometimiento y brujuleo con el que comenzó la faena, el San Isidro de 1990, en su primer toro del marqués de Albayda, esa tarde en que Las Ventas tornóse en circo y grito destemplado. De cómo en medio de aquella olla de grillos desaforados por diversas causas que no vienen ahora al caso, Pepe Luis fue un pasmo breve de naturalidad y arte, un capricho de la naturaleza torera.

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Sí, nuestro aficionado se puede hacer almíbar hablando de aquello de Pepe Luis, pero también ponerse como loco contemplando una corrida de impresionante trapío, encastada, y con toreros corajudos de dientes, apretados. Entonces, si es menester y las obligaciones familiares le dejan -o sea, la santa, que a veces va con él a los toros, se lo permite-, es capaz de llegar al alba hablando y riendo de gozo, a la vera de sus amigos aficionados.

Contando de cómo su feliz locura llegó a su cénit esa vez que, viajando por Castilla, aparcaron el coche porque estaba decidido a darle unos lances con la chaqueta de lana a una morucha, que menos mal que no pasó de mirar con sus ojos de vaca, pues no era de aquellas vacas, según alguna vez he oído, de media casta, que tanto abundaban allá por la posguerra, un suponer. Un día en que la borrachera de la afición y la palabra estaban a tono. Es religioso de vocación, beato del arte, que según él tiene que doler: "La belleza tiene que hacer daño, tiene que embriagar". Y es un apasionado de la música clásica, que inevitablemente tiene que compartir con la afición taurina. Inmigrante que llegó hace ya años, y gallarín culto que no necesita título ni academia jurisprudente. Y puede que en la mitad de una plática luego de la interesante tarde en el coso de su ciudad, los Madriles, se despida disculpándose porque pasan dentro de media hora una película que es imposible no verla: "Hay que disfrutar la vida...".

Para más señas, trabaja, y a mucha gloria, en una tienda de cafés con solera. Sus amigos le echamos en falta siempre que no le vemos por los mentideros taurinos después de la corrida, y matamos como podemos el síndrome que nos provoca tanta exaltación razonada.

Que no figure en el Cossío es otra injusticia insufrible de nuestro universo mundo.

Miguel Ángel Cuadrado es aficionado.

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