Tribuna:

Hasta luego, Ricardo

Ricardo Gullón, natural de Astorga, fiscal per accidens de la rutina familiar, caballero per se de la gaya ciencia, dispensador in partibus infidelium de la crítica literaria hispana, ha fallecido pudoroso y sobrio en esta amanecida frívola y festiva de las carnestolendas.No ha querido molestar. ¿Nos ha gastado su última broma? ¿Es cierto que ha dado carpetazo definitivo a su memoria inagotable, a su agudeza vigilante sobre su mundo, ese ámbito gozoso y ancho de la literatura hecha vida? ¿Ya no lo oiremos debatir con fruición y exquisita perspicacia...

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Ricardo Gullón, natural de Astorga, fiscal per accidens de la rutina familiar, caballero per se de la gaya ciencia, dispensador in partibus infidelium de la crítica literaria hispana, ha fallecido pudoroso y sobrio en esta amanecida frívola y festiva de las carnestolendas.No ha querido molestar. ¿Nos ha gastado su última broma? ¿Es cierto que ha dado carpetazo definitivo a su memoria inagotable, a su agudeza vigilante sobre su mundo, ese ámbito gozoso y ancho de la literatura hecha vida? ¿Ya no lo oiremos debatir con fruición y exquisita perspicacia los eventos consuetudinarios, lo que pasa y lo que queda, ni lo veremos avanzar con su vacilante seguridad indomable hacia lo por venir, lo eterno?

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Evitemos los plantos del momento. Ricardo no era amigo de plañir contemplando la clausura inevitable. Fue maestro cumpliendo la aporía de la tortuga. Ahondando imperturbable en el presente, supo con reiteración evitar el funesto alcance de la aquilea de los pies ligeros. Ya no ha habido más plazos. Se acabó. Nos queda el consuelo del recuerdo. Recomponemos paso a paso los fragmentos de lo ido. Los unimos, establecemos para siempre (mientras dure nuestro siempre) la figura ya en bloque impávido de Ricardo. ¿Qué fue Ricardo, qué es Ricardo?

Una vida bien hecha, abierta paulinamente al prójimo. Siguió su camino auténtico sin doblegarse a la adversidad sucesiva e insidiosa. Leyó, habló, estudió, escribió, vivió. Todo con entusiasmo contagioso. Maestro fue de vida y esperanza, de literatura. Sus discípulos, abundantes y dispersos por las dos orillas de la Mar Océana, son testigos. Sus amigos, los que tuvimos la suerte de convivir con Gullón aquí y allá, en la críptica confabulación pacífica de los años del inciso o en la prudente libertad de expresión de los petrolíficos campos culturales de los llanos tejanos, mantendremos como ejemplo su actitud equilibrada, comprensiva, sin ambición alguna. Nunca buscó honores de barato. Y, en cambio, sin pausas y sin prisas estos le fueron llegando a Gullón.

Ahora recuerdo tres momentos. El primero aquí, en Oviedo, cuando el jurado de los premios Príncipe de Asturias de las Letras eligió entre las propuestas la de Ricardo Gullón. El no lo había buscado. Pero, agradecido con exceso a lo que de suyo merecía, la emoción al enterarse fue alegre y sincera. Y luego, cuando hace solo año y pico, se barajó el nombre de Ricardo para acceder a un sillón de la Academia, ¡qué prudencia y qué entusiasmo, qué inquietud hasta saber el resultado positivo! En las dos ocasiones me cupo ser fautor del éxito de Ricardo. Por último, el 16 de noviembre pasado, el destino volvió a unimos en un acto entrañable: en la investidura de ambos (junto con García Yebra), como doctores honoris causa de la Universidad de León. Allí recordó sus años infantiles y adolescentes en Astorga. En la vieja Asturica se fraguó sin duda el camino futuro y fructuoso de Ricardo Gullón: vida literaria, pero literatura viva. Casi el otro día, un último episodio coronó el reconocimiento de Gullón: su provincia lo declaró hijo predilecto.

Ricardo, non omnis morieris.

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