Tribuna:LAS APARIENCIAS

Manchas de sombra

En una ciudad de provincias, un empleado de banco sale de su casa a las ocho menos veinte de la mañana, igual que casi todos los días de su vida; se para brevemente en la acera, todavía un poco aturdido de sueño, con ese gesto de sorpresa y de examen del madrugador que no acaba de acostumbrarse al mundo; echa a andar calle abajo, con los pasos tranquilos y medidos, con las manos cobijadas en los bolsillos del abrigo, porque es una mañana muy fría; espera durante unos segundos a que se ponga verde la luz del semáforo donde parpadea la silueta de un hombrecillo diligente y anónimo que se parece ...

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En una ciudad de provincias, un empleado de banco sale de su casa a las ocho menos veinte de la mañana, igual que casi todos los días de su vida; se para brevemente en la acera, todavía un poco aturdido de sueño, con ese gesto de sorpresa y de examen del madrugador que no acaba de acostumbrarse al mundo; echa a andar calle abajo, con los pasos tranquilos y medidos, con las manos cobijadas en los bolsillos del abrigo, porque es una mañana muy fría; espera durante unos segundos a que se ponga verde la luz del semáforo donde parpadea la silueta de un hombrecillo diligente y anónimo que se parece a él, y mientras espera tal vez saca las manos del abrigo y se las caliente con el vaho de la respiración. Luego, con prudencia, después de asegurarse de que los coches se han parado ante la línea blanca del paso de cebra, cruza la calzada y desaparece al otro lado de una esquina junto a la que viene pasando, con fidelidad cronométrica, con pesadumbre de trienios, desde los primeros días lejanos de su juventud, y nadie vuelve a verlo nunca más ni hay noticias ni sospechas de su paradero: en el trayecto desde esa esquina donde fue visto por última vez hasta el vestíbulo de la sucursal bancaria a la que nunca llegó, en los diez minutos que habría tardado en concluir su itinerario, se abre una fisura de imposibilidad y de vacío más insondable que los precipicios del Tíbet y las ciénagas del Amazonas, y este empleado en cuya vida minuciosamente consagrada a la mansedumbre y la decencia no hubo jamás una mancha de sombra se desvanece para siempre, como el rey don Sebastián después de la batalla de Alcazarquivir, como los grandes maestros impunes de la estafa y el crimen.Pero él no había robado nada, no había abusado de la confianza de sus superiores, no se le conocían vicios mayores ni pasiones ilegítimas, pues era un padre afectuoso y un marido apacible que a las diez de la noche dormitaba suavemente ante el televisor. Los directivos del banco, siguiendo instrucciones de la policía, abrieron los cajones de su mesa metálica y comprobaron con exactitud y recelo sus últimas operaciones, que revelaron un orden tan impoluto como el de sus lápices y gomas de borrar y estuches de clipes de diversos colores. Desapareció, sin más, no en la oscuridad de un paraje desierto ni en el curso de una lejana expedición, sino a la triste y cotidiana luz de un día de invierno, en las mismas calles que cruzaba con premura metódica todas las mañanas, en su ciudad, en medio de la gente que sin duda lo reconocía y le saludaba y casi no lo veía de tan acostumbrados que estaban a la regularidad de su presencia, y sus familiares, que vienen buscándolo desde hace cuatro años por los manicomios y los hospitales -pero gozaba de buena salud y nunca manifestó ni un rasgo de locura-, todavía siguen esperando, todavía se estremecen cuando suena el timbre del teléfono y cuando les avisan del juzgado que acaba de encontrarse un cadáver sin identificar.

Las novelas y las películas de intriga nos han acostumbrado perniciosamente a creer que no hay misterio cuya solución no se descubra. Nuestros menores actos dejan siempre señales, provocan ondulaciones en el espacio y en el tiempo cuyos efectos últimos nunca sabremos percibir. Un forense jubilado que tiene una estampa tan venerable como don Santiago Ramón y Cajal declaró hace unos días que el delincuente, sin saberlo, o tal vez por una inconsciente apetencia dle celebridad y de castigo, firma siempre su obra con caracteres indelebles, y que la tarea del investigador, semejante a la del egiptólogo y a la del cabalista, es descifrar los signos de esa escritura que se hallan dispersos entre los objetos más vulgares: una gota de plomo fundido entre cenizas que perteneció a una prótesis dental, un jirón quemado de plástico que procede de ciertas bolsas que sólo pueden encontrarse en una sucursal de ciertos almacenes junto a los que por casualidad se descubre que vivió hace varios años uno de los posibles sospechosos. A la incertidumbre despiadada que rodea los hechos, a la suma atroz de la crueldad y del azar, la inteligencia opone la geometría de sus averiguaciones, que no sólo dictaminan el nombre del culpable, sino que también organizan la trama de lo que sucedió.

Las novelas, las películas de intriga y los comunicados de la autoridad quieren persuadirnos de que el lado oscuro de las cosas es tan inteligible como lo eran una ciudad o un paisaje para la perspectiva apasionada y fría del Quattrocento: pero un empleado de banco desaparece en Toledo hace unos años y no hay una última y reveladora página en la realidad que explique su ausencia; pero un delincuente ingresa en una comisaría y no queda registro de su paso por ella y nadie vuelve a verlo vivo ni muerto; pero un magnate del tabaco se esfuma y dicen que ha sido asesinado y que sus restos se hallan en el fondo de un pozo y 15 años después nadie asegura que eso sea cierto, e incluso hay voces que sugíeren que este hombre huyó y se cambió de identidad para gozar en un país extranjero de una vejez opulenta y anónima; pero un soldado, en el curso de unas maniobras, se aleja unos pasos del grupo de sus compañeros y cinco minutos después ha desaparecido como si nunca hubiera estado allí, y dicen que lo vieron huir y lo declaran desertor y tres años más tarde, en el mismo lugar donde fue visto por última vez, entre la maleza que debió de ser infatigablemente rastreada en busca de sus huellas, en un lugar muy frecuentado por excursionistas y cazadores, aparecen, en una bolsa de plástico, unos residuos humanos que sin vacilación se le atribuyen: fragmentos del cráneo y de la mandíbula, un hueso del brazo que se sabe que es de él porque tiene incrustado un clavo que le pusieron en la infancia para remediar una fractura.

El soldado, el fugitivo, el desertor, ahora es un muerto que tiene un nombre pero que carece de una parte de su pasado, de una fracción de tiempo, días o tan sólo horas, en la que sucedieron su desaparición súbita y su ingreso en la agonía y el terror de la muerte. Imaginemos que alguien, un solo hombre, su asesino, si lo hubo, conoce los hechos hasta ahora ocultos en esa zona de sombra: imaginemos un improbable detective que encuentra la verdad y tiene el coraje de decirla, que examina esos pobres residuos de lo que una vez fue un hombre tan atenta y adivinadoramente como aquellos arqueólogos que estudiando las extrañas incisiones de unas tablillas de barro sepultadas entre las ruinas de Nínive averiguaron en ellas genealogías de reyes y de dioses y solemnes narraciones épicas, que hojea de noche, a la luz de una lámpara, la agenda de un modesto empleado de banco y sabe descubrir bajo las anotaciones banales la escritura invisible o cifrada de una biografia cuyos últimos pasos se han perdido como huellas de arena. Fatalmente, la imaginación desconcertada deriva hacia los libros no para saber, sino para fingir que el conocimiento es posible, para no resignarse a aceptar una ignorancia que sería menos intolerable si no contuviera también una amenaza: cualquier, cualquier día puede cruzar inadvertidamente cierta línea de sombra, cierta calle conocida que no lleva a la oficina o al café de todas las mañanas, sino al castillo de Irás y no Volverás.

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