Crítica:TEATRO

Carácter nacional

La bella obra tardía de Lope de Vega es un conjunto de leyendas, sentimientos y realidades de algo que puede verse como un carácter español, o unas constantes que se entremezclan, entretejen, completan durante siglos y siglos y que quizá vienen a morir aquí, en este tiempo: aunque las páginas de sucesos de los periódicos nos muestren cada día la hondura con que están sembradas.El celestineo, la represión de sentimientos de las mujeres, el sexo ahogado, la transgresión repentina, el donjuanismo, la religión como norma de vida real más que espiritual, el poder real, la doncella ardiente: y el na...

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La bella obra tardía de Lope de Vega es un conjunto de leyendas, sentimientos y realidades de algo que puede verse como un carácter español, o unas constantes que se entremezclan, entretejen, completan durante siglos y siglos y que quizá vienen a morir aquí, en este tiempo: aunque las páginas de sucesos de los periódicos nos muestren cada día la hondura con que están sembradas.El celestineo, la represión de sentimientos de las mujeres, el sexo ahogado, la transgresión repentina, el donjuanismo, la religión como norma de vida real más que espiritual, el poder real, la doncella ardiente: y el navajazo, sobre todo en esta versión de Miguel Narros donde se suprimen las espadas y los trajes de clase social: entre ricos paletos, en lugar de entre caballeros de la corte de Medina. En todo ello, el vuelo del misterio, el presentimiento, la superstición, lo demoniaco. Un freudiano antes de tiempo hubiese encontrado en todo ello consecuencias de la represión y el miedo, y muchos fantasmas de un autor amatorio y religioso, transgresor él mismo, que se le aparecen hacia el fin de su vida. Narros no subraya esas condiciones, pero las pone a la vista en la narración y en las escenas.

El caballero de Olmedo

Autor: Lope de Vega (c. 1620). Versión de Francisco Rico. Música de Gregorio Paniagua. Director: Miguel Narros. Intérpretes: Carmelo Gómez, Enrique Menéndez, Encarna Paso, Laura Conejero, Paz Marquina, Ana Goya, Fernando Conde, Marcial Álvarez, Antonio Canal, Jaime Blanch, Juan Calot, José Carlos Castro, José Luis Martínez, Javier Cámara, José Mayenco, Javier Sanz. Figurines de Miguel Narros. Escenografía de Andrea d'Odorico. Compañía Nacional de Teatro Clásico. Teatro de la Comedia. Madrid, 28 de septiembre.

El texto de Francisco Rico, estudioso de la obra y sus temas desde hace mucho tiempo, es pulcro, sonoro. Quedaría mejor con unos diálogos más ligados, con un recitado no rengloneado, no verso a verso; con algo más de romanticismo, que nutre la obra -también antes de tiempo-; pero ahí entramos una vez más en la polémica del verso clásico, de la que parece que no saldremos nunca, y en la que cada director tiene su sentido propio, y su derecho a tenerlo. Desde fuera, desde la butaca, se siente como si esta forma retrasase demasiado una acción que en esta obra se mueve con una intensidad mayor que en otros dramas clásicos -tres horas y diez minutos- y hasta entorpeciese a un actor que tiene planta, presencia, brío, voz y calidades interpretativas, como es Carmelo Gómez, joven y ya importante (quien le vea en una serie de televisión que se pasa ahora comprenderá que su excelencia interpretativa no es cuestión de casualidad, o de tipo, o de dirección).

Trío esencial

El gracioso -un personaje que trasciende de lo tópico, que encierra una filosofila de época bien expuesta, y un final desgarrador- puede escaparse a las normas generales, a los tics del género, y Enrique Menéndez lo hace muy bien. Con Encarna Paso en la celestina -aquí, Fabia-, forman el trío esencial, que se cuadra con la presencia bonita de Laura Conejero, la mujer amada y amante, y con el brío de Fernando Conde en el antagonista. Es un reparto generalmente joven, y eso es un mérito. Como se dice en estos casos, una promesa: salvo, claro, lo que ya está cuajado.Hay una insistencia en la música de fondo, de Gregorio Paniagua; no es la composición lo que abruma, porque tiene calidad y mezcla el sabor antiguo con la modernidad de su autor sino su insistencia, como en una película. El decorado de Andrea d'Odorico tiende a la frialdad; son las luces, con la música, las que tratan de ambientar, de humanizar. No son más cálidos los figurines -transportados, como queda dicho, de clase social-, aunque sí bellísimos. Siempre se han podido alabar los vestuarios de Miguel Narros, su sensibilidad para los colores y las líneas, y la elección de telas que consiguen la prestancia, y ésta es una ocasión más de hacerlo.

Tuvo la representación un éxito tumultuoso, como pasa siempre con los estrenos de Narros, que tiene, con razón, fieles y admiradares que a cada ocasión le tributan un homenaje personal. Dentro de ello, se matizó bien el entusiasmo por Carmelo González y por Enrique Menéndez, aunque a nadie le faltó su "bravo".

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