Tribuna:

La visión de un optimista

Karl Popper obtuvo el año pasado el Premio Internacional de Cataluña del Institut Catalá d'Estudis Mediterranis, y este año volvió a Barcelona, a pesar de sus 88 años, para formar parte del jurado. Su aspecto no ha cambiado mucho desde los tiempos ya lejanos de la década de 1960, en que enseñaba metodología y filosofía en la London School of Economics: cabeza afilada cubierta de un plumaje plateado, grandes orejas, suave sonrisa, ojos penetrantes. Parece un ave detallista y curiosa; son sus movimientos los de un aguzanieves, leves y precisos; su persistencia, la del pájaro carpintero, pico agu...

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Karl Popper obtuvo el año pasado el Premio Internacional de Cataluña del Institut Catalá d'Estudis Mediterranis, y este año volvió a Barcelona, a pesar de sus 88 años, para formar parte del jurado. Su aspecto no ha cambiado mucho desde los tiempos ya lejanos de la década de 1960, en que enseñaba metodología y filosofía en la London School of Economics: cabeza afilada cubierta de un plumaje plateado, grandes orejas, suave sonrisa, ojos penetrantes. Parece un ave detallista y curiosa; son sus movimientos los de un aguzanieves, leves y precisos; su persistencia, la del pájaro carpintero, pico agudo y trabajador.Sobre la cama yace abierto el último Time Magazine, por las páginas dedicadas a Gorbachov y la disolución del imperio soviético. Él fue uno de los primeros en denunciar las pretensiones del marxismo, con un libro que publicó en 1947 y cuyo título se ha convertido en un símbolo: La sociedad abierta y sus enemigos. La traducción castellana, publicada en Argentina y llegada a España en los años más torvos del franquismo, mostraba en la cubierta, que nunca se despintará de la memoria de un lector al que vacunó de toda inclinación al socialismo, los rostros prestigiosos de Platón, Hegel y Marx. ¡Qué sorpresa y qué lección verlos denunciados a los tres juntos como padres de totalitarismos entonces aún prepotentes!

Departir con Popper es hablar con la historia europea. Hijo de un abogado vienés entre cuyas buenas obras estaba la dirección del asilo de pobres en el que durmió Hitler durante su primera visita a Viena, el joven Popper profesó la fe socialista. Ya había abandonado ésta por la creencia en la libertad cuando estuvo sopesando si intentar un magnicidio y librar de Hitler a la humanidad. En vez de ello consideró más permanente y eficaz escribir La sociedad abierta..., que no publicó hasta terminada la guerra. Ahora es un filósofo británico que mira hacia atrás sin ira. Expresa un aprecio refrescante por la obra política de Roosevelt y Churchill. La visión de estos dos viejos estadistas fue la de crear un mundo sin guerra desde Berlín hasta Japón: en Yalta, al consentir una zona de influencia soviética; en Bretton Woods, al montar el Fondo Monetario Internacional (FMI) y el Banco Mundial; en San Francisco, al crear las Naciones Unidas, invitaron a Stalin a que se uniera en ese gran diseño. Pero ni siquiera cuando el general Marshall quiso incluir a los soviéticos en su plan hubo respuesta positiva. La oferta de Occidente debe ser la misma otra vez: únanse a esta visión de paz y les ayudaremos.

Su opinión de los líderes soviéticos sigue siendo poco favorable, incluso cuando se trata de los protagonistas de la presente transformación soviética. Al hablar del libro de Gorbachov dice haberlo encontrado lleno de frases vacías, de promesas vagas, de contradicciones. Ríe al citar una frase del presidente soviético. "Mire, dice Gorbachov que no sabe cuándo se restablecerá el sistema de propiedad privada en la URSS, pero que antes se abrirá una bolsa de valores en Moscú. ¿Cómo puede haber acciones cotizadas sin propiedad privada?". Borís Yeltsin le parece aún más vacuo.

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Es muy característica su explicación de por qué estos dos políticos están dando palos de ciego, explicación que no es sino un corolario de la importancia que presta a la búsqueda sin descanso de la verdad: para él, uno de los peligros de haber mentido durante 70 años es la incapacidad de distinguir luego la propaganda de la realidad.

En la filosofía de la ciencia de Popper se ha destacado generalmente su insistencia en que todo conocimiento es hipotético, inseguro, siempre expuesto a una refutación por los hechos. Menos sabido es que no por ello Popper sienta plaza de escéptico incurable, sino de realista. Nunca estamos seguros de conocer la verdad; pero, insiste con un entusiasmo que los años no han marchitado, debemos perseguir la verdad, aunque nunca la alcancemos y el único criterio de verdad es el de la correspondencia del pensamiento con los hechos. Por eso quien miente sistemáticamente pierde a la postre el sentido de la realidad.

La política de glasnost, de apertura informativa, ha destruido el régimen soviético, basado en la propaganda mendaz y sistemática. Pero la perestroika, la transformación de la realidad, no ha comenzado aún, porque los soviéticos ya no saben cuál es la realidad de su país.

Sus comentarios sobre la realidad política soviética inevitablemente hacen saltar a la mente la comparación con las actitudes de otro prestigioso anciano ya desaparecido, Bertrand Russell, gran creador de utopías. Se detiene Popper largamente en explicar una idea suya expuesta en un periódico alemán hace ya un año. Si los soviéticos necesitan capital para invertir, la manera más productiva de entregárselo es a cambio de su flota: "Se les compra toda la que no sea estrictamente defensiva y se la hunde en alta mar; es una forma mucho más barata de contribuir a la paz del mundo que viéndose forzados a hundirla en una acción bélica". Como toda idea nueva, ésta sobresalta. Popper argumenta. La armada soviética es claramente ofensiva: el Báltico está infestado de submarinos soviéticos, así como el paso por Groenlandia hacia el Atlántico norte. La exposición de su corazón continental a un ataque marítimo es mínima, poca por el mar Rojo, ninguna por el Norte, y el Pacífico no está muy lejos. La oficialidad naval es además un peligro para Gorbachov, pues cuenta con los más agresivos oficiales de cuantos tiene su mando. Hay que evitar que tan potente instrumento quede a disposición de un posible sustituto extremista del presidente actual.

A pesar del aspecto utópico de tal propuesta, es notable el contraste de la actitud de Karl Popper con la de ese otro prestigioso anciano que fue Russell (otra ave pensante, pero ésta zancuda, la cigüeña de madera de la fábula de las ranas). Popper siempre, ha dado muestras de responsabilidad y continuidad en su pensamiento político, al contrario de lo que ocurrió con Bertrand Russell. Fue Russell uno de los primeros intelectuales occidentales en denunciar el carácter opresor del régimen soviético, tras una visita que realizó en 1920. Incluso llegó a proponer después de la II Guerra Mundial que los norteamericanos presionaran con su potencial nuclear, si hacía falta con un ataque preventivo, para desmontar el sistema comunista. Pero al ocurrir la crisis de Cuba comparó Russell al presidente Kennedy con Hitler y agitó con todas sus fuerzas su prestigio para que los norteamericanos se rindieran en nombre de la paz mundial.

Muy al contrario, Popper expresa gran admiración por la firmeza de John Kennedy, cual la retrata su hermano Robert en el famoso libro Trece días. "Los soviéticos no podían plantear su chantaje hasta que el buque que transportaba los misiles no hubiese llegado a la isla. Era urgente detenerlos. No creí que Kennedy diese muestras de decisión suficiente para plantear el bloqueo marítimo. Pero lo hizo". Es patente que ni entonces ni ahora el viejo filósofo se dejó llevar de ilusiones pacifistas ante las amenazas de los totalitarios.

Insiste mucho en el deterioro de sus facultades mentales por culpa de la edad. "Por ejemplo, sólo consigo acordarme de la palabra metabolismo si recuerdo que empieza de la misma forma que otra que empleo desde hace mucho tiempo, metafi1sica". La noción de metabolismo le interesa sobremanera, pues está investigando sobre los mecanismos que dirigen la evolución de las especies. No es posible creer que la variedad de formas de vida tan complicada que contemplamos en la Tierra pueda ser fruto solamente de una variación aleatoria de errores o variantes genéticas. El metabolismo de cada ser vivo ayuda a seleccionar de las variaciones aquellas que no chocan con la lógica interna de la planta o el animal.

En este punto manan sus palabras con el afán didáctico que siempre le caracterizó. Se ha convencido, dice, de la necesidad de rechazar el determinismo incluso para el mundo físico. El universo como lo conocemos parece moverse por atracciones en vez de por impulsos mecánicos. Son las causas finales, los proyectos, los que explican las transformaciones, los movimientos, y no tanto lo ocurrido en el pasado, especialmente en el mundo de los hombres y las sociedades que crean.

El rechazo del determinismo y la afirmación de la libertad humana hacen de él un optimista. Ya declaró serlo en un ensayo de los años cuarenta: "Quienes dicen que nuestro mundo camina hacia la catástrofe y niegan la capacidad del hombre de corregir sus errores y renovar la naturaleza contaminada cometen un crimen contra los jóvenes, Por eso hay tanto joven desesperado". Hay que saber convivir con el dolor. Por eso, cuando se le pregunta por su esposa, Hennie, a quien tanto quiso, lamenta emocionadamente su ausencia, pero se niega a dejarse invadir por la tristeza. No necesita creer en la supervivencia tras la muerte para celebrar en el recuerdo su vida compartida. Ni tampoco él teme a la muerte, para la que ya no le queda sino prepararse con dignidad.

Salta la pregunta inevitable sobre su postura de antaño agnóstica. "No me atrevo a decir nada sobre Dios. No cabe decir nada sobre Dios. Sí sé que veo a quienes dicen cultivar la teología como blasfemos, pues hablan de lo que nadie puede saber nada". ¿Cómo podría, pues, formularse siquiera la pregunta de si cree en Dios? Pero, añade, "amar la vida y el mundo como él lo hace, admirarse ante sus maravillas e intentar contribuir a su mejora, es lo mismo, ¿no?".

Pedro Schwartz es catedrático de Historia de las Doctrinas Económicas de la Universidad Complutense.

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