Tribuna:LOS PENSADORES MÁS INFLUYENTES DE EUROPA

El regreso de la historia

Lo que termina en Europa es la antihistoria. Y lo que anuncia este sonriente apocalipsis no es en absoluto "el fin de la historia" sino su nuevo comienzo.La luz aparece por Oriente. Después, en su recorrido, el sol nacido como objeto exterior, se convierte en sujeto interior en la luz de la conciencia humana. El principio celeste desciende sobre la tierra, la naturaleza en Occidente deviene historia, es decir, espíritu y libertad. En el principio estaba Asia, Europa al final. Y mientras que la noche del espíritu caía sobre Extremo y Próximo Oriente, sobre China, India y Egipto, mientras que se...

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Lo que termina en Europa es la antihistoria. Y lo que anuncia este sonriente apocalipsis no es en absoluto "el fin de la historia" sino su nuevo comienzo.La luz aparece por Oriente. Después, en su recorrido, el sol nacido como objeto exterior, se convierte en sujeto interior en la luz de la conciencia humana. El principio celeste desciende sobre la tierra, la naturaleza en Occidente deviene historia, es decir, espíritu y libertad. En el principio estaba Asia, Europa al final. Y mientras que la noche del espíritu caía sobre Extremo y Próximo Oriente, sobre China, India y Egipto, mientras que se iluminaba la civilización germano-cristiana, la elegida del Viejo Mundo, se perfilaba ya a lo lejos, América, el país del porvenir. Así describía Hegel, poco antes de 1830, la trayectoria de la historia universal o la gran jornada del Espíritu.

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Lectura simplista y fuerte que el tiempo pasado no ha desmentido. América, país universal, se ha convertido en la elegida del mundo entero. El Nuevo Mundo como vanguardia de la humanidad y punto de mira del Antiguo. Continuando su carrera hacia el Este, el sol del Espíritu abandona la fachada atlántica e ilumina después la fachada californiana de América, vuelta cada vez más hacia la cuenca del Pacífico. En el volumen de intercambios, el nuevo sistema USA-Asia rebaja y sobrepasa la vieja simbiosis USA-Europa.

Al profetizar el fin de la historia, Hegel suponía lo imposible: que el sol se oscurecería en el horizonte para no volver a aparecer más. Sus émulos, que, como Francis Fukuyama, exhumando los pronósticos que suscitó la batalla de Iéna (1806), evocan en el presente nuestro ingreso en la aburrida felicidad de la posthistoría, entonarán más bien un Te Deum. El liberalismo occidental iluminará al Oriente despótico. El desastre, o más bien la muerte, del comunismo ratifica el radiante triunfo del capitalismo liberal. He aquí en el orden del día el Estado universal homogéneo, cuyo triunfo en todos los espíritus, tanto del Este como del Oeste, anuncia y autoriza su extensión a todos los países. La economía suplanta a la política. No hay necesidad de generales ni de hombres de Estado, sino de hombres de negocios. No se trata más que de suprimir las bolsas residuales de pobreza o los supervivientes de la era predemocrática (racismo, irredentismos ... ) en el seno del mundo liberal. A los grandes conflictos entre Estados no les queda más que desaparecer ahora que ha desaparecido la contradicción entre los dos sistemas y visiones del mundo que les servía de motor. La contradicción descrita por Marx entre trabajo y capital, proletariado y burguesía, socialismo y liberalismo, al resolverse a favor del segundo término, ha averiado el motor de la Historia, y, en consecuencia, su movimiento. En estas condiciones, el Mercado Común se convierte en el

futuro del mundo, y la Europa reconciliada, desideologizada, pacificada, en un modelo para el planeta.

El muro de Berlín

La destrucción del muro de Berlín proporciona a este idilio su imagen más bella. Y sin embargo, no ha, utopía más ciega y peligrosa que ésta. Confundir el fin de la guerra fría con el fin de la guerra, el fin de la historia con el fin de un ciclo de no-historia, sería la peor manera en la que podríamos abordar los duros tiempos que nos aguardan, extraños a nuestras "suaves" nanas. Todos los discursos del fin, que con un tono apocalíptico muy de moda prosperan en nuestras regiones de Occidente -fin de la política, de las ideologías, del arte, de la novela, de los grandes relatos, de la Historia, del sujeto, del Hombre... parecen tener en común la toma de una nueva aurora por un crepúsculo.

Una jornada del Espíritu llega, ciertamente, a su fin ante nuestros ojos, la de la era moderna. ¿Y si otra comenzara por el otro lado? ¿Y si la Historia no se acabara con el único recorrido del vector de la Salvación, del Pecado Original al Juicio Final, según los esquemas del monoteísmo unilineal, sino por una espiral de avatares y de analogías?

¿No vemos al sol reaparecer por el Este? Porque el epicentro de las innovaciones no se paró en California. El yen zarandea al dólar y Japón emerge por encima de una América alcanzada a su vez por el declive industrial, el ahogo tecnológico, el déficit comercial. El Pacífico Norte descentra "la economía mundo" hacia su propia área de gravedad, en la que China no ha hecho más que retrasar su entrada por un sobresalto irracional y efímero. En lo que nuestros expertos inenarrables llamaban hasta esta mañana el bloque del Este, la luz ha llegado por fin, pero de los confines orientales y no occidentales, de Moscú hacia Berlín, y no de Praga hacia Moscú. Lo que nuestros historiadores del arte llamaban "el arte moderno" expira, sin duda, en Nueva York, donde Marcel Duchamp lo había llevado ayer, a golpes del mercado y de cualquier cosa. Pero parece que un nuevo ciclo estético está listo para comenzar, nuevamente a partir de París, sin olvidar Madrid y Frankfurt. Aquello que nuestros filósofos llamaban "el fin de las ideologías" -incontestable en el Oeste- nos ha ocultado durante mucho tiempo el renacimiento de las religiones, formas primeras y fundamentales de la ideología. Hablando en términos de Hegel: la religión se había convertido en ideología pasando del cielo a la tierra y de Oriente a Occidente. Y asciende al cielo, regresando desde el Este.

Del mismo modo que los sistemas ideo-estratégicos rivales no sirvieron mas que para disfrazar las dominaciones imperiales de antaño, el final del Este-Oeste no desemboca en el glorioso Pentecostés de "una democracia mundial bajo Dios" sino en la renovación del mundo de los imperios y de las naciones tal como las habíamos dejado, en Europa Central, antes de Yalta, y en la Unión Soviética, antes de 1917. Las advertencias sumarias del "totalitarismo" y el "liberalismo" -grandes como caries- no eran, nunca han sido, los verdaderos sujetos de la historia, sino los pueblos y las culturas en su insatisfecha, prosaica y obstinada diversidad. Saludemos, pues, como conviene a la nueva juventud de la idea de Europa, sin olvidar que ante todo significa una nueva juventud de los nacionalismos europeos y del nuevo curso de los acontecimientos; en resumen, que el siglo XIX nos espera al inicio del XXI. Las caretas de la Europa contemporánea caen y retoman sus límites. Austria-Hungría, Confederación Alemana, Santa Rusia, Países Bálticos, Armenia cristiana, Turkestán musulmán, Polonia católica... Volvemos a encontrar aquí la matriz de todos los grandes conflictos, incluso militares, que la vuelta al armamento convencional y la actual proliferación de misiles balísticos convierten en más tentadores que nunca. La pacífica mejoría de estos últimos años, se debe a la liquidación, consentida y negociada entre las superpotencias, de los conflictos regionales relacionados con la guerra fría. La era de las ideologías salda las cuentas del pasado antes de la liquidación; la de las naciones, la de las religiones y la de las; culturas va. a empezar sobre esta tabla rasa. No hay precedente de que un imperio se disgregue en el silencio de las armas y de la fraternidad de los pueblos sojuzgados. Nos regocijaremos tanto más del estallido del yugo soviético si la Europa de las liberaciones nacionales no nos oculta todos sus peligros.

El dueño del terreno

El capitalismo democrático sigue siendo dueño del terreno. Se engañaría a sí mismo si supone que lo controla y que la historia se detiene con su triunfo. Su innegable victoria en la actualidad bien podría llevar en sus flancos su propio fracaso a largo plazo, cuando se haya disipado la ilusión económica que compartía con su difunto oponente. Liberalismo y marxismo han comulgado, en efecto, durante un siglo con los mismos presupuestos, a saber, que en la jerarquía de las cosas serias la economía está en el primer puesto, antes de la política, seguida por la cultura (cosa de mujeres y de gentiles impresarii). No está lejos el día en el que nos daremos cuenta, en nuestro mundo postindustrial, de que el orden de las precedencias y de las preocupaciones deban leerse en sentido inverso. Que la cultura está en primer lugar en relación a la política, más importante incluso que la economía. Los grupos humanos quieren, en primer lugar, ser ellos mismos, hablar su lengua, practicar sus creencias, alimentar su memoria en un medio de vida preservada. Quieren poder participar en los asuntos públicos, como ciudadanos responsables de ellos mismos. Y por fin, producir suficientemente, y distribuir equitativamente.

El comunismo ha fracasado en los tres temas, y es su incapacidad económica la que le derriba como fuerza. política y proyecto cultural. El liberalismo democrático es en comparación un formidable éxito económico, un bastante aceptable compromiso político y un temible peligro cultural. La cuestión es saber si su crecimiento material incontrolado e ilimitado no implica, al final, una devastación cultural y ecológica tal que la balanza de los costes y las ganancias del modelo dejen, al mundo desarrollado perplejo. La cuestión queda abierta.

En la espera, parece que el viejo Hegel estaba equivocado y tenía razón a la vez. Equivocado, por creer que el sol no sale más que una vez y que la historia no se repite. Tenía razón al pensar que, más allá de los intercambios y cambios de territorios, de mercancías y de regímenes, en alguna parte entre las religiones, las lenguas y las artes, la única historia que cuenta es aquella que él llamaba "Espíritu".

Régis Debray ex asesor de Mitterrand, es sociólogo y escritor.

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