FESTIVAL DE TEATRO DE GRANADA

La técnica corporal japonesa y una estética de 'videoclip' en el montaje 'Flor de piedra'

El bailarín y coreógrafo japonés Saburo Teshigawara, con su compañía Karas (fundada en 1994), presentó el lunes en el marco del festival de Granada Ishi no Hami (Flor de piedra), un espectáculo con estética de videoclip, repetitivo aunque de impecable técnica, creado el pasado verano para el Festival de Danza de Aix-en-Provence, y luego estrenada en el Festival Internacional de Teatro de Tokio.

En el escenario, un laberinto de piedras azules. En un extremo, un montón de cristales rotos, quizás flores muertas que, tras ofrecer todo su olor, quedaron reducidos a pétalos cortantes. Un chor...

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El bailarín y coreógrafo japonés Saburo Teshigawara, con su compañía Karas (fundada en 1994), presentó el lunes en el marco del festival de Granada Ishi no Hami (Flor de piedra), un espectáculo con estética de videoclip, repetitivo aunque de impecable técnica, creado el pasado verano para el Festival de Danza de Aix-en-Provence, y luego estrenada en el Festival Internacional de Teatro de Tokio.

En el escenario, un laberinto de piedras azules. En un extremo, un montón de cristales rotos, quizás flores muertas que, tras ofrecer todo su olor, quedaron reducidos a pétalos cortantes. Un chorro de luz cae encima de la estatua de Teshigawara, vestido de blanco, con el rostro enharinado, con el cabello teñido de luna, como si Pierrot se hubiese reencarnado en un doble de David Bowie. El bailarín oscila como un péndulo atrapado por los pies, fuerza el equilibrio hasta inclinaciones temibles,. Luego, su cuerpo empieza a agitarse, se contorsiona con bruscos latigazos musculares.Hay ciertas posiciones, ciertos rasgos que recuerdan la danza butoh, pero muy Ievemente. El bailarín parece un autómata, un muñeco de gestos mecánicos. Sus movimientos, de una impecable técnica, parecen estar regidos por un ritmo biológico primitivo. Las imágenes son muy bellas; la iluminación, cuidadísima.

Los dúos y las escenas corales se alternan con los repetidos alardes de Teshigawara en solitario. Aunque hay algunos elementos procedentes de la multicolor tradición iconográfica japonesa, el escenario adquiere una modélica presencia posmoderna, con su desnudez. aséptica y su atmósfera de grises discretos y negros viejos, en la que brilla la pálida estela del cuerpo de Teshigawara.

Alguna leve herencia del butoh, que pronto se desvanece, la técnica clásica occidental, en su versión contemporánea, las artes marciales e incluso algunos pasos de claqué con aire de musical americano, ensayan un sincretismo ambicioso que da como resultado una especie de break-dance.

Abundan los desplazamientos, en círculo o en diagonal, los rompimientos, tanto del gesto como del movimiento, y así, los bailarines se caen o se dejan caer unas 200 veces. Se trata, sin duda, de una coreografía espectacular, brillante, de ritmo vertiginoso, de técnica impecable, pero vacía, inexpresiva, gélida.

Con su manifiesta estética de videoclip, Flor de Piedra parece una bellísima puesta en escena fotográfica, o si se quiere, uno de esos espectáculos tan apetecibles para una buena cámara. Pero como en la fotografía, tras la imagen viene la decepción del papel en blanco, del vacío, de la nada. Por ello, después de 40 minutos de espectáculo, tras descubrir y saborear con placer el espléndido virtuosismo de Teshigawara y de su compañía, el invento se hace repetitivo, aburrido, agotador.

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