Tribuna:

La perdición de África

"¿Quieres niña pequeña, bonita?". El chaval descalzo tira de la ropa del turista. "Ser sana, ser hermana mía". El hombre se desprende del gancho infantil y éste hace señal de que ha comprendido: "Bueno, igual si quieres niño, hermanito...". Hay gentes tan pobres que sólo pueden vender el sexo. Uno de esos jueces ingleses pragmáticos que hubo en el Tribunal Internacional absolvía casos sexuales denunciados poniendo en la sentencia: "Teniendo en cuenta las costumbres del país...". Y Mark Twain, que también pasó por la ciudad, escribió después: "Tánger es la perdición de África". Mark Twai...

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"¿Quieres niña pequeña, bonita?". El chaval descalzo tira de la ropa del turista. "Ser sana, ser hermana mía". El hombre se desprende del gancho infantil y éste hace señal de que ha comprendido: "Bueno, igual si quieres niño, hermanito...". Hay gentes tan pobres que sólo pueden vender el sexo. Uno de esos jueces ingleses pragmáticos que hubo en el Tribunal Internacional absolvía casos sexuales denunciados poniendo en la sentencia: "Teniendo en cuenta las costumbres del país...". Y Mark Twain, que también pasó por la ciudad, escribió después: "Tánger es la perdición de África". Mark Twain era un puritano conservador: no puede decirse de Tánger que sea exactamente África ni que la perdición de África esté allí, sino otras sequías, otros tiranos, otras hambruzas, otras explotaciones, otro Sur.Vaharada

Cierto que en Tánger hay como una vaharada sexual, como un olor mezclado con otros: el kif, las esencias, las especias, el té con una piedra de ámbar, el champaña probablemente falso (el whisky seguramente); y la noche, donde los mismos personajes son tan distintos a como son de día. Se podía -entonces- uno acodar en la barra de un bar con una Rúspoli, un H. primo de la reina de Inglaterra, un embajador de B. huido del aburrimiento de Rabat, una sobrina del papa Pacelli, y cambiar confidencias, risas y palmadas en la espalda en la seguridad de que al día siguiente serían otros y no recordarían nada. Yo conocí en París a la seria y estricta madame K., heroína de la Resistencia, paracaidista, con un alto puesto en la presidencia del Gobierno; por las noches, en Tánger, era una muchacha alegre. En un bar, quizá en L'Isba, donde Tania y la que llamábamos Camomille -por la suposición de un joven cónsul de que teñía su pelo con manzanilla- cantaban canciones rusas a dos voces. Más seguramente en el Dean's Bar, donde estaba entronizado el zapato de raso y tacón negro (¿o era rojo y acharolado, o era un botín de fetichista? La memoria desgarrada, que es más inteligente que Freud y es de la misma materia del olvido, juega con sus fantasmas y, al olvidar lo que se quiere olvidar, se lleva un jirón de otras cosas). Se sabía que una noche lejana se bebió champaña en aquel zapato de una estrella; pasaba de boca en boca de algunos grandes de Europa. Hay quien dice que la estrella era Thelma Todd; otros, que Talullah Bankhead, o quizá su hermana Eugenia.

Illorque si se tiene mala memoria de Tánger, Tánger tiene también mala memoria; no retiene los nombres, apenas guarda las imágenes. Y los dos reflejos de olvido y deseo de olvido se cruzan. Muchas veces me han señalado la ventana de la casa donde se alojó Oscar Wilde: cada vez era una calle distinta. Hay un cine, con olor al kif que se fuma, con la sensación nerviosa de que a uno le están picando las pulgas, que algunos llaman "el del pintor" y no se sabe por qué: hasta que se averigua algo y se sabe que fue el estudio de Fortuny y se sospecha que antes lo fuera de Delacroix.

Invisibilidad

Ni siquiera las estrellas del cine grande llaman la atención al pasar por la calle o tomando el té en Porte, de donde se decía que daban el mejor chocolate del mundo (muchas veces sueño con madame Porte ofreciéndome un éclair). No, la ciudad no conserva apenas la memoria. Algunas personas llevan a ella su intento de invisibilidad en otras sociedades. Allí estuvo años Jack Kerouac y se vestía como de funcionario, con traje negro, corbata y chaqueta, para pasar inadvertido, con, gran desolación de sus jóvenes admiradores, que creían en el mundo denso de sus novelas de perdición. Fue a vivir a un sitio oscuro y lejano. No se le veía. No se veía apenas a Juan Goytisolo, que encontró allí el islam que le ha dado fuerza y libertad después de haberlo entreabierto en su barrio oscuro de París; se encerraba en su piso alquilado, con ventanas frente al mar desde las que se veía la costa azulada y rizada de España, y escribió algunas de sus mejores páginas (luego ha descendido a Marraquech). En un piso tranquilo se encerraba Paul Bowles, el músico que se volvió escritor -tenía miles y miles de cintas magnetofónicas donde había recogido canciones populares: creo que las regaló a la Biblioteca del Congreso de Estados Unidos-; y en el piso de al lado, su genial esposa, Jenny, escritora de A summer house y de Two serious ladies, joyas prácticamente desconocidas; vivía últimamente fuera de sí, aunque aún musitaba alguna frase brillante; la llevaban de cuando en cuando a un sanatorio de la Costa del Sol, y en él murió. Más invisible que nadie, el novelista español Ángel Vázquez: cuando le dieron el Premio Planeta hubo que encontrarle en un parque de Casablanca donde pasaba el día para que en su pensión creyeran que estaba trabajando en una oficina que no existía. Murió en Madrid, en una pensión, y no había dinero para enterrarle (acudió a ello inmediatamente Lara, su editor). No han sido muy buenas las muertes de las gentes de Tánger; ni la de Tennessee Williams, hombre también de la noche, con un fornido acompañante, muerto de whisky. Ni la de Bárbara Hutton, inhabilitada -por pródiga- por sus hijos, después de haber sido la mujer más rica del mundo.

Recuerdo, en un tiempo más lejano aún, cuando llegó a Tánger por primera vez: en los puestecillos de los cambistas de moneda -era la época internacional- bajó el dólar estrepitosamente porque se veía llegar con ella un aluvión. A pesar del que se habían llevado sus famosos amantes. Un joven periodista le hizo una entrevista y comenzó diciendo: "Señora, ya sé que el dinero no hace la felicidad...". Y ella le cortó la frase: "Hijito, ¿quién le ha contado a usted una mentira tan grande?".

Quizá fuera ésa la perdición que olfateó Mark Twain. Creo haber visto a alguna persona perderse definitivamente en Tánger y por Tánger, pero he visto muchas más llegar perdidas, desahuciadas, maltratadas por su sociedad en los tersos países cultos de hace años; llegaban huidos, a veces despavoridos, y encontraban allí su último paraíso, o al menos un paraíso de paso.

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