Tribuna:POLICÍAS ANTE LA JUSTICIA

El 'caso Amedo' y las querencias socialistas

Con su anuncio de imprecisas reformas legales en defensa del Estado de derecho, Felipe González ha destapado el tarro de las querencias socialistas en su inocultable obsesión por reforzar el papel del Ejecutivo frente a los otros poderes e instituciones del Estado. El detonante ha sido el caso Amedo, en tomo al cual se han dado cita los descubrimientos o experiencias iluminadoras con que el ejercicio del poder ha esclarecido estos años la mente de los socialistas. El presidente ha eludido concretar su anunciada reforma, pero la ministra portavoz, Rosa Conde, ha avanzado la denomi...

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Con su anuncio de imprecisas reformas legales en defensa del Estado de derecho, Felipe González ha destapado el tarro de las querencias socialistas en su inocultable obsesión por reforzar el papel del Ejecutivo frente a los otros poderes e instituciones del Estado. El detonante ha sido el caso Amedo, en tomo al cual se han dado cita los descubrimientos o experiencias iluminadoras con que el ejercicio del poder ha esclarecido estos años la mente de los socialistas. El presidente ha eludido concretar su anunciada reforma, pero la ministra portavoz, Rosa Conde, ha avanzado la denominación de esa futura ley, suficientemente expresiva de lo que puede ser su contenido: ley de prerrogativas del Gobierno. Y para justificar la iniciativa la ha presentado como un desarrollo obligado del artículo 98 de la Constitución, cuyo apartado 4º dice que "la ley regulará el estatuto e incompatibilidades de los miembros del Gobierno".El enunciado prefigura suficientemente el marco de la futura ley, y su contenido ya es avanzado en parte por el apartado 32 del mismo artículo, según el cual "los miembros del Gobierno no podrán ejercer otras funciones representativas que las propias del mandato parlamentario, ni cualquier otra función pública que no derive de su cargo, ni actividad profesional o mercantil alguna". Va a ser difícil, por tanto, basar en este mandato constitucional, que se refiere a una regulación del funcionamiento interno del Gobierno y de sus miembros, cualquier pretensión de realzar el papel del Ejecutivo en el juego de los poderes del Estado, y mucho menos otorgarle prerrogativas de inmunidad frente al control de la legalidad que la Constitución reiteradamente atribuye a los jueces.

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La muerte de Montesquieu

No ha sido una casualidad que el sorpresivo anuncio presidencial se haya producido en un momento de acoso parlamentario al Gobierno por el caso Amedo. La actitud de los gobernantes socialistas en este asunto -la ocultación a ultranza del uso de los fondos reservados, la interpretación no exclusivamente administrativa del secreto oficial, los esfuerzos por mantener determinadas zonas de la actividad del Gobierno a cobijo de las pesquisas del poder judicial- refleja, en definitiva, su arrebato por el hallazgo del sentido del Estado, que quieren expandir por doquier a su alrededor. En primer lugar, el caso Amedo ha puesto de manifiesto con más crudeza que ningún otro la prevalencia que los socialistas otorgan al Ejecutivo sobre el resto de los poderes del Estado. No es un chiste lo de la muerte de Montesquieu, sino el reflejo de su peculiar reinterpretación en la práctica de gobierno de las reglas del sistema parlamentario.

En lo que se refiere al Legislativo, toda pretensión de predominio sobre el mismo por parte del Ejecutivo constituye una clara deformación del sistema parlamentario, que sólo puede ser producto del enfeudamiento acrítico de la actual mayoría absoluta socialista en el Gobierno. Respecto del poder judicial la cosa es todavía más grave: no está claro que se le reconozca el carácter de un auténtico poder del Estado por mucho que la Constitución lo diga. La naturaleza no electiva de sus miembros es un handicap que juega en su contra y que se señala como causa de desmerecimiento en relación con el origen democrático de los gobernantes. Las reticencias ante los jueces son constantes, y sobre ellos se sigue arrojando toda clase de clichés y de prejuicios que, aunque fueran ciertos, no autorizan a poner en cuestión la legitimidad constitucional de su potestad jurisdiccional. Desde esta perspectiva, los jueces son concebidos más como funcionarios que como titulares de un poder cuya principal tarea no es otra que la de hacer funcionar el servicio público de la justicia y defender la legalidad de las agresiones de los ciudadanos. Así, la función del juez tiene sentido sobre todo en cuanto instancia resolutoria de los conflictos surgidos entre particulares, pero es cuestionada en cuanto poder controlador de la legalidad de la actuación política y administrativa del Ejecutivo.

Esta concepción, que en definitiva se resume en una abusiva identificación del Estado con el Ejecutivo, cuando es obvio que el Estado está integrado por otros poderes e instituciones con competencias y atribuciones delimitadas constitucionalmente, ha sido especialmente patente en la respuesta del ministro del Interior a la solicitud de datos formulada por el juez Baltasar Garzón sobre el uso de determinados fondos reservados en el caso Amedo. En un dictamen al gusto del cliente, y que no hace sino ratificar actuaciones anteriores del ministro, los Servicios Jurídicos del Estado -¿o más bien del Ejecutivo?- trascienden la dimensión administrativa del secreto oficial para convertirlo en valladar frente a la universalidad de la ley penal. Si las reformas que anuncia el presidente del Gobierno van en el sentido de garantizar la impunidad en determinadas áreas de la actividad estatal, más que de defensa de Estado de derecho habrá que hablar de destrucción de este mismo Estado, tal como la Constitución -a la que los ciudadanos y los poderes públicos están sujetos- lo ha diseñado.

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