Buenaventura

Es dificil encontrar público más fiel y agradecido que el que asistió, el pasado viernes, a la Sala Universal a ver a Vini Reilli y sus muchachos. Palmeó, chilló, aplaudió a rabiar, y, ¡hasta bailó!. Ello da idea del grado de culto a que se somete a The Durruti Column. Aplaudir y demás entra dentro de la más pura lógica, pero bailar es un hecho producto exclusivamente de la fe. De la fe y de ese curioso batería llamado Mitchel, que comprende como pocos lo que la música de Reilli necesita, y que construye arduas bases percusivas sobre las que Reilli dibuja su peculiar sonido de guitarra. Y esa ...

Es dificil encontrar público más fiel y agradecido que el que asistió, el pasado viernes, a la Sala Universal a ver a Vini Reilli y sus muchachos. Palmeó, chilló, aplaudió a rabiar, y, ¡hasta bailó!. Ello da idea del grado de culto a que se somete a The Durruti Column. Aplaudir y demás entra dentro de la más pura lógica, pero bailar es un hecho producto exclusivamente de la fe. De la fe y de ese curioso batería llamado Mitchel, que comprende como pocos lo que la música de Reilli necesita, y que construye arduas bases percusivas sobre las que Reilli dibuja su peculiar sonido de guitarra. Y esa guitarra vale un Potosí. Tiene tal grado de personalidad que resulta complejo encontrar similitudes con otros guitarristas contemporáneos.Conseguir el grado de intimismo que logra Reilli, utilizando una música que a veces de intimista no tiene nada, tiene mucho mérito. Ahí radica su triunfo. Logra que el público sienta la música dentro de sí, sin recurrir a trucos pirotécnicos, tan sólo confiando en el producto, lo que también necesita una gran dosis de fe. La audiencia salió pensando que la Columna Durruti es una buenaventura.