Tribuna:

El telar de la tradición

A falta de mejor entretenimiento, el asunto del Mystère sirvió recientemente para prolongar el clima de las últimas vacaciones españolas. La opinión pública encontró entonces el chivo expiatorio para las angustias que acompañaron al regreso, y las aguas quietas del estanque par lamentario pudieron agitarse por unos momentos. Bajo el oleaje de superficie quedaron en la sombra de la preocupación pública temas de mayor entidad, como el coste de la generosidad Von Thyssen o la sordina colocada a la encuesta parlamentaria sobre los altos cargos.Claro que lo del Mystère sirvió también para desenterr...

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A falta de mejor entretenimiento, el asunto del Mystère sirvió recientemente para prolongar el clima de las últimas vacaciones españolas. La opinión pública encontró entonces el chivo expiatorio para las angustias que acompañaron al regreso, y las aguas quietas del estanque par lamentario pudieron agitarse por unos momentos. Bajo el oleaje de superficie quedaron en la sombra de la preocupación pública temas de mayor entidad, como el coste de la generosidad Von Thyssen o la sordina colocada a la encuesta parlamentaria sobre los altos cargos.Claro que lo del Mystère sirvió también para desenterrar otros problemas. El principal ha salido a la luz con las declaraciones famosas del senador cántabro. De nuevo la cuestión en sí no parecía de mucha entidad, más allá del escaso acierto de unas expresiones: lo preocupante ha sido el alcance de la reacción provocada por esas palabras. La suspensión temporal de militancia en su partido, el rasgamiento de vestiduras por parte de políticos y publicistas de nuestra derecha, acompañado de expres¡ones que recuerdan el léxico de los dramas de honor, devuelven a la actualidad un problema que ya se dibujó hace unos meses al pronunciarse una durísima sentenc¡a contra un articulista por sus juicios desfavorables para la Corona, y que aflora de nuevo en la última polémica sobre Gurruchaga. Se trata de saber dónde se encuentra la divisoria entre el respeto a la institución monárquica y la libertad de expresión. Y al mismo tiempo, de preguntarse por las posibles razones de esa sacralización del tema monárquico, así como por las consecuencias que ello puede tener para la propia imagen de la institución y de la democracia.

Paradójicamente, el predominio de actitudes defensivas sugiere la existencia de un complejo de inseguridad. Algo que no resulta de explicación fácil si tenemos en cuenta la amplia popularidad de los Reyes y el reconocimiento general de la contribución prestada por la Corona al establecimiento, primero, y a la defensa, más tarde, de las instituciones democráticas. Puestas así las cosas, la preocupación por rodear a la Corona de una barrera infranqueable frente a la opinión pública sólo puede justificarse porque los constructores de la muralla no saben a ciencia cierta cómo emplazar la imagen de la Monarquía en la mentalidad colectiva y piensan entonces que la suma de aislamiento y mitificación será el mejor camino para consolidar en nuestro país una tradición monárquica. Adelantemos que por ahora el resultado es dudoso y quizá los costes -en forma de conflictos con el sistema de derechos propios de una democracia- superen a los beneficios.

Para empezar, porque también la tradición forma parte de la historia. Pero no como sedimento que el paso de los siglos va dejando caer, ni, desde luego, como suma de mitos referidos al pasado que un buen día son puestos en circulación, sino como agregado de imágenes, símbolos y rituales que es históricamente producido. Como ha escrito no hace mucho E. J. Hobsbawm, no se da una herencia directa del pasado, sino una "invención de la tradición" que luego cuaja a través de un proceso histórico de acuerdo con su funcionalidad. Ningún ejemplo mejor, según el estudio de D. Cannadine, que esa misma monarquía británica que hoy se presenta a los ojos de todos como símbolo de la inmutabilidad de las instituciones británicas, ofreciendo en sus ceremonias la imagen de un enlace entre Corona y nación cuyo origen se perdería en la noche de los tiempos. La realidad es mucho más prosaica y menos tradicional. Hasta hace poco más de un siglo, bien avanzado el reinado de Victoria, la monarquía británica no, disfrutaba de popularidad alguna, y los predecesores inmediatos de la longeva reina recibieron homenajes públicos mucho menores que los grandes personajes como Nelson o Wellington. La propia pareja real, Victoria y Alberto, luego glorificada, fue muy impopular, y sólo un juego de factores ajenos a las personas de los monarcas cambiará las cosas en el último tercio del siglo XIX. Intervino el desarrollo del imperio y de los medios de comunciación dentro de un ambiente de exaltación nacionalista, con el consiguiente fortalecimiento del papel de los símbolos. Y entró en juego otro factor: el apartamiento de la reina del juego político, con la consiguiente eliminación del desgaste de la Corona. La imagen de un rey distante de las decisiones concretas del poder y sometido a la preeminencia de las instituciones democráticas se revelé mucho más fructífera para la institución que el anterior intervencionismo. Cerró el círculo la afortunada adaptación del viejo ceremonial a los nuevos tiempos y a los nuevos media, de modo que la monarquía británica consolidé cada vez más a lo largo del siglo XX sus rasgos de símbolo de continuidad en un tiempo de mutaciones, no siempre favorables para el Reino Unido. Como punto de llegada y expresión de un balance positivo a todas luces, tendríamos la conversión de la imagen de una princesa -lady Di- en objeto preferente de consumo de masas sin que en nada sufra el aura de tradicionalismo que rodea a la institución.

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Conviene tener en cuenta el antecedente británico cuando en España tiene lugar el proceso de formación de una tradición monárquica. Tal vez las limitaciones observables tengan su origen en que el proyecto se inscribe en el marco de una orientación generalizada hacia la recuperación de tradiciones de todo tipo con un signo abiertamente conservador acorde con el desvanecimiento de toda expectativa utópica y con la fijación de las relaciones de clase que caracteriza a nuestra década. Los sesentayochos cantan hoy las excelencias del Rocío, mientras el humo de los altares y la sangre de los toros dejan de ser los símbolos de una sociedad oligárquica que superar para convertirse en los elementos entrañables de la España recuperada por la posmodernidad. El riesgo surge entonces de aplicar estos mismos esquemas paseístas a temas de mayor entidad, como el papel de la imagen monárquica en un orden constitucional democrático.

Entre otras cosas porque el pasado monárquico anterior a 1931 ofrece escasas posibilidades. A partir del momento prestigioso del reinado de Car

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El telar de la tradición

Viene de la página anteriorlos III, cuya conmemoración será lógicamente aprovechada a fondo, la Monarquía presenta una galería de personajes más aptos por sus cualidades personales y políticas para fomentar el republicanismo que para asegurar la continuidad institucional. Apenas desaparecido el rey ilustrado, el triángulo formado por Carlos IV, María Luisa y Godoy inicia una era de desprestigio, cortada sólo por breves momentos de esperanza al producirse el relevo generacional. Las agitaciones populares barcelonesas darán en tierra con la estatua de Fernando VII años antes de cobrar cariz republicano, y la quema de los retratos, de la pareja real, Isabel II y Francisco de Asís, constituye el acto simbólico que preside las imágenes de la revolución de 1868. Ya en nuestro siglo, no parece que los esfuerzos de acercamiento de Alfonso XIII tuvieran pleno éxito, a pesar de la preocupación del rey por presentarse como hombre activo y moderno: era excesiva la implicación de la Corona en los problemas políticos, y si atendemos a las fuentes diplomáticas británicas, bazas de popularidad en otros países -como su calidad de sportman- tenían aquí efectos contrarios. El juego de polo y las carreras de caballos quedaban lejos de la sensibilidad popular en la España urbana. Luego vino el largo paréntesis que todos conocemos, salpicado de campañas de desprestigio, exteriores e internas, contra el entonces príncipe.

La conclusión es elemental la popularidad actual de la Corona no se asienta en la retórica de adulación oficial ni en tradiciones de cartón piedra, sino sobre una realidad política, el papel efectivamente desempeñado por el monarca en la transición. El Rey cumplió eficazmente en su puesto decisivo de guardián de la Constitución, y, según corresponde a la función simbólica de su cargo, ha conseguido un alto nivel de convergencia entre su acción personal y el ordenamiento democrático. No parece que sea preciso ir más lejos para buscar los recursos con que forjar una tradición monárquica. En todo caso, el único riesgo reside en los despilfarros ocasionales de ese capital de popularidad por una implicación excesiva de la Corona en cuestiones específicas de dudoso resultado (ejemplo: el desangelado viaje a Estados Unidos para la promoción de 1992). Aspecto que cuidar, pero de no excesiva importancia.

Una monarquía dotada de buena salud política y con un eficaz respaldo tradicional es la que tolera una crítica del tipo Spitting Image. Tal vez ello resulte aún prematuro, pero es el objetivo perseguible. Del mismo modo que puede afirmarse que la Monarquía democrática habrá alcanzado su plenitud en nuestro país cuando en la aplicación de las normas relativas a los derechos humanos tenga vigencia la máxima recogida, según creo recordar, en el libreto de La flauta mágica: "Es más que un príncipe; es un hombre".

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