Tribuna:DIEZ AÑOS DE LA MUERTE DE ANDRÉ MALRAUX

Una idea de la revólución

Cuando se escriba con la distancia suficiente la historia de los revolucionarios de nuestro siglo, abandonadas ya todas la parcialidades propias de la contemporaneidad, André Malaux [de cuya muerte se cumplió el pasado domingo el décimo aniversario] ocupará por sí mismo un importante capítulo. Desde luego, lo que se hará entonces no será la crónica de la revolución socialista, sino el análisis del cambio experimentado en estos tiempos por la existencia de los hombres, que habrá seguido un curso previsiblemente imprevisto.Para quienes nos criamos -y no somos pocos en esta generación nada...

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Cuando se escriba con la distancia suficiente la historia de los revolucionarios de nuestro siglo, abandonadas ya todas la parcialidades propias de la contemporaneidad, André Malaux [de cuya muerte se cumplió el pasado domingo el décimo aniversario] ocupará por sí mismo un importante capítulo. Desde luego, lo que se hará entonces no será la crónica de la revolución socialista, sino el análisis del cambio experimentado en estos tiempos por la existencia de los hombres, que habrá seguido un curso previsiblemente imprevisto.Para quienes nos criamos -y no somos pocos en esta generación nada coherente de los que ahora rondamos los 40- con la guerra civil como punto de referencia político y ético, la -imagen de Mairaux fue la del brigadista trágico capaz de imponer por obra de la acción un orden singular en la confusión de los primeros meses de lucha. Nos costó lo nuestro aprender que ello no había sido así por coincidencias mágicas: no era aquél el primer movimiento del que el hombre participaba, y había llegado a Madrid con ideas muy claras acerca de lo que estaba sucediendo y sobre todo, cosa excepcional, acerca de lo que iba a suceder en toda la extensión del planeta no mucho después.

Pero hay que decir, si es que se quiere entender su figura, que, su adhesión a la causa republicana española no era sentimental, ni moral, ni muchos menos política, aunque a la vez tuviese en si porciones importantes de todo ello: su adhesión era histórica en un sentido existencial, no hegeliano, del término; llegó a hablar del estalinismo como de un hegelianismo incontrolado.

De una vez para siempre, en 1936 Malraux asume el papel que se constituye en eje de toda su trayectoria vital: el del resistente antifascista. Y no sólo en el plano público, sino también en el ámbito dé la lucha con su propia conciencia: "Todo hombre activo y pesimista es o será fascista a menos que tenga una fidelidad que lo sostenga", escribiría.

Se quiso -suponer que su fidelidad era España. En todo caso, España formaba parte de una vocación, desarrollada también en Oriente antes y en la Resistencia más tarde: la vocación revolucionaria de Malraux. Que iba en busca de algo muy diferente de aquello a lo que aspiraban Rimbaud y Marx.

Malraux no tenía el propósito, tan ambiguo, de cambiar de vida ni el tan, en última instancia, académico de cambiar la historia del conjunto de los hombres. Malraux aspiraba a modificar el destino de los individuos en un proceso que no necesariamente implicaba avance, positividad, progreso -en la acepción actual de la palabra- La revolución, por tanto, no tenía por qué ser socialista, no tenía por qué encarnar el triunfo de la razón, no tenía por qué cargar con valores universales.

El marxismo, pues, no le servía para explicar un pasado ni para construir modelos deseables de porvenir: en esto era absolutamente marxista: se valía del pasado y de un porvenir oscuro para explicar aún el marxismo. Suyas son las palabras de La condición humana dadas por boca de Gisors: "El marxismo no es una doctrina; es una voluntad", explica el personaje a sus discípulos; "es, para el proletariado y los suyos, vosotros, la voluntad de conocerse, de sentirse como tales, de vencer como tales; no debéis ser marxistas para tener razón, sino para vencer sin tralcionaros". Vencer, claro está, personalmente, no en función del programa: aquel que da muerte a un semejante, aun cuando lo haga por o para o en nombre de una revolución, lo hace también personalmente; decide y ejecuta como individuo.

Amor abstracto

Ahora bien, la modificación del destino de quienes realizan la historia -y, en consecuencia, del de quienes a ella están sometidos por propia inacción- no es una finalidad determinada por la moral ni por un abstracto amor al prójimo, sino una constante necesidad del perdedor en cada época. Uno de los personajes -un profesional de la revolución- de Los conquistadores dice: "...no tengo ningún amor por los hombres. No tengo amor, ni siquiera por los pobres, por el pueblo, por esos por los que voy a combatir, en suma... ( ...). Los prefiero, pero únicamente porque son los vencidos. Sí, en conjunto tienen más corazón, más humanidad que los otros: virtudes de vencidos. ..". Poco más arriba, Malraux ha definido como grupo, como fenómeno, a esos revolucionarios: "...personas en quienes el sentimiento revolucionario oeupa el lugar que el amor por el ejército ocupa entre los legionarios, personas que nunca han logrado aceptar la vida social, que han exigido mucho de la existencia, que hubieran querido dar un sentido a su vida y que ahora, ya de vuelta de todo eso, sirven".

Es decir, hombres que han llegado a la revolución en su hacerse, en su esfuerzo por darse una esencia -y esto no es otra cosa que la búsqueda de un sentido para la existencia: Malraux, Sartre y Camus acaban por coincidir en lo que, siendo para cada uno de ellos producto de una concienzuda labor intelectual,, pjuede plantearse como rasgo de carácter de su tiempo- "No se vive de acuerdo con lo que uno piensa de su propia vida", señala Malraux, pero lo señala para precisar el punto de partida de una tarea destinada a alcanzar ese acuerdo en todos los ámbitos en que sea posible, porque "a pesar de todo hay una cosa que cuenta -en la vida: no ser vencido".

Y para apoyarse en ese carnino, para el escéptico activo que no cree en Dios, hace falta una fidelidad. La pérdida de la fidelidad convierte al individuo en su enemigo: "Los leprosos que dejaban de creer en Dios contaminaban las fuentes", observa Malraux. De modo que la revolución se aleja de su atribuida razón histórica para pasar a ser un terreno adecuado a la expresión material del hombre personalizado, singularizado justamente por su implicación en un tránsito que es de todos: así, la vocación revolucionaria es en realidad la vocación del dirigente -"la conciencia individual es la enfermedad de los jefes-, el deseo de ser aquel al que se confla la decisión crítica. Malaux supo desde muy temprano que esa decisión estaba siempre en manos del que la tomaba en primer lugar, en la medida en que, acertada o no, fuese a todas luces prueba de la fidelidad del sujeto a lo que la mayoria entendiese como meta imprescindible, como condición sine qua non para el cumplimiento de su humanidad.

Energía

Garín, uno de los protagonistas de Los conquistadores, es presentado como un hombre que "no cree más que en la energía. No es antimarxista, pero el marxismo no es en absoluto para él un socialismo científico; es un método de organización de las pasiones obreras, un medio de reclutar tropas de choque entre los obreros". Como se ve, una materialización de la idea de Gisors sobre el marxismo como voluntad. Obviamente, tales personajes podrían desarrollarse, y aun alcanzarse, en cualquier bando en pugna con otro; pero no son agitadores, sino revolucionarios, porque tienen una fidelidad: el cambio, sin presupuestos. Para Malraux, la revolución no es jamás la lucha por un programa definitivo. Garín no hace lo suyo para que, por ejemplo, se cumpla el tránsito de la prehistoria a la historia, ni muchísimo menos para que se consume el espíritu absoluto. Lo hace porque "no se puede echar al fuego la revolución: todo lo que no es ella es peor que ella", porque él mismo se completa en un transformar la realidad cuyas consecuencias vienen más determinadas por su propia mecánica que por cualesquiera utopía inicial: ensoñación ideológica de un final o imaginada restauración.

No faltará quien diga que estoy hablando del Malraux de China, de España, de la Resistencia; de un Malaux terminado en 1945, de un hombre distinto del que posteriormente fue ministro con De Gaulle. Me atrevo a proponer lo contrario: el ministro era el mismo hombre, y su fidelidad seguía siendo la revolución. No la revolución socialista -para él no había culminación en los procesos-, sino la revolución, la transformación. Él había contribuido a hacer la Unión Soviética, a hacer la China de Mao: los resultados no le gustaban, pero no se arrepintió. Vino a Espana consciente de que los resultados de un triunfo republicano no le hubiesen satisfecho, ni en el caso de la democracia burguesa ni en el de una salida más radical: vino porque el fascismo le repugnaba. La Francia de estos días tampoco le hubiese gustado. Pero su visión de la realidad era histórica antes que política, y percibía la proyección de los actos individuales en largos períodos, como percibía la proyección de la obra silenciosa de los siglos sobre los actos individuales.

Horacio Vázquez Rial es novelista, autor de Oscura y malerias de la luz.

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