Editorial:

Un debate clandestino

¿SABÍA USTED que se están discutiendo en el Parlamento los Presupuestos Generales del Estado para 1986? Pues al menos una mitad de los parlamentarios tampoco. La configuración del presupuesto determina en buena medida la política económica para el siguiente ejercicio, afecta a sectores concretos de la vida del país y tiene, en consecuencia, importantes efectos a medio plazo sobre la coyuntura económica, una coyuntura especialmente clave en un año en que se produce el ingreso de España en la Comunidad Económica Europea.Frente a este conjunto de compromisos, sin embargo, los presupuestos han pas...

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¿SABÍA USTED que se están discutiendo en el Parlamento los Presupuestos Generales del Estado para 1986? Pues al menos una mitad de los parlamentarios tampoco. La configuración del presupuesto determina en buena medida la política económica para el siguiente ejercicio, afecta a sectores concretos de la vida del país y tiene, en consecuencia, importantes efectos a medio plazo sobre la coyuntura económica, una coyuntura especialmente clave en un año en que se produce el ingreso de España en la Comunidad Económica Europea.Frente a este conjunto de compromisos, sin embargo, los presupuestos han pasado, sin pena ni gloria, ante un hemiciclo permanentemente semivacío. Está visto que los diputados o no están interesados o no entienden de estas cuestiones. En cualquiera de los dos supuestos es dudoso que merezcan llamarse diligentes guardianes de los intereses de sus representados. En tiempos de Carlos V, los delegados de las ciudades que volvían a sus tierras tras haber dado su consentimiento, por voto o abstención, a una subida de los tributos, corrían el riesgo de ser decapitados. No cabe duda de que en buena parte los parlamentarios españoles de hoy se valen tanto de la mejora en las formas de la ciudadanía como en el mismo hecho del desentendimiento por las cuestiones que acaba volviendo abstrusa la molicie del legislativo.

Si en este país un debate parlamentario convoca a sus miembros, llama a la televisión y acaba convirtiéndose en un acontecimiento popular es, por lo general, cuando el tema se refiere a las grandes cuestiones políticas. Cuando se pasa en este caso a cuestiones tan concretas como de dónde y de quién va obtener el Estado sus ingresos, y cómo y en qué va a gastarlos, paradójicamente, la sesión carece de público y los asistentes bostezan. No es, esto último, un decir. La modorra que hacía presa de los diputados que estaban en sus escaños dio el fruto de que en un momento se produjera un error en la votación por el que se aprobó la eliminación de toda referencia a los impuestos. Y, sin perder la compostura, el ministro de Economía y Hacienda dijo a su vez bromeando: "Bien, el presupuesto del año próximo será muy fácil: todo será déficit público al no poder contar el Estado con ningún tipo de ingresos".

En todos los países desarrollados -y seguramente también habría de serlo en éste- el debate de la política económica, sustantivamente unida al modelo presupuestario, constituye una de las discusiones parlamentarias por excelencia. Aquí, especialmente desde que los socialistas accedieron al poder, cada vez ocurre menos. Muy poco queda de aquellos primeros Plenos de la transición, en los que la oposición combatía casi sistemáticamente capítulo a capítulo el documento elaborado por los sucesivos Gabinetes de UCD.

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El efecto, en definitiva, es que la política económica del Gobierno para 1986, año electoral y año comunitario, ha pasado desapercibida para la gran mayoría de los legisladores. Y las causas, por hablar de ellas, son variadas. Una es la fuerte mayoría socialista, que impide la aprobación de un mayor número de enmiendas de los distintos grupos de la oposición. Otra es la escasa preparación de muchas de esas enmiendas, presentadas más por motivaciones ideológicas o políticas que reales, y otra, complementaria, es la escasez de preparación y medios con que cuentan en general los congresistas. Ni en el hemiciclo se sienta el número de políticos capaz de entrar con rigor en la discusión de las cuestiones que contiene el proyecto de presupuestos elaborado por el Ejecutivo, ni tampoco los diputados que pudieran intervenir cuentan con un mínimo equipo de asesoramiento y asistencia para dignificar el nivel de los debates. Estas y otras razones han dado lugar a la apatía, al absentismo y a las escasas modificaciones del proyecto de ley. Es más, algunos de los cambios en el texto se han debido más a negociaciones extraparlamentarias que a la convicción de que eran precisas variaciones.

Nuevamente se extiende una sensación muy semejante a la que existía en los primeros años de transición: la apología de la política pura, en detrimento de los debates reales sobre la situación de los ciudadanos. El espectáculo que se ha contemplado estos días en el Congreso no deja de ser representativo de una situación que parece, ante todo, cifrar la solución a los problemas del país en la creación de instituciones formales y en el ardor de las proclamas. Que oportunidades como la que representa la discusión sobre la orientación presupuestaria de un año se salde con esa escena de abandonismo y desolación, da una muestra de hasta qué punto la modernización del Estado y el adecuado comportamiento de sus representantes se encuentran lejos de haberse cumplido.

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